elecciones en eeuu

La gran batalla por el Supremo

Trump junto a la magistrada Amy Coney Barrett, nominada para el Tribunal Supremo.

Trump junto a la magistrada Amy Coney Barrett, nominada para el Tribunal Supremo. / periodico

Ricardo Mir de Francia

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Las grandes conquistas sociales en Estados Unidos, así como sus periódicos retrocesos, se gestan en la calle, se ensayan en los estados y se pelean en Congreso, pero es a menudo en el Tribunal Supremo donde se acaban decidiendo. Sus nueve jueces vitalicios, nombrados por el presidente de turno cada vez que se abre una vacante, dictan la suerte de las leyes más controvertidas con la Constitución como baremo. Fue allí donde se codificó el régimen de segregación racial (1896); donde empezó a desmontarse con la integración de los colegios (1954); donde se prohibió la discriminación legal de las mujeres (1971); se legalizó el aborto (1973); se avaló el derecho a tener armas en casa (2008) o se autorizó el matrimonio homosexual (2015). Tener el control del Supremo, es tener la llave de los tiempos.

De ahí la guerra política sin cuartel que se ha abierto ante las prisas de Donald Trump por reemplazar antes de las elecciones del 3 de noviembre a Ruth Bader Ginsburg, la magistrada feminista y heroína de la América liberal fallecida recientemente. Su muerte ha incrustado un factor inesperado en la ecuación electoral, elevando la trascendencia ya de por sí mayúscula de los comicios. El desenlace de la pugna podría tener consecuencias inmediatas si el presidente pierde las elecciones y acaba impugnando el resultado como viene sugiriendo desde hace tiempo. "Es mejor si nombramos a alguien antes de los comicios porque creo que el fraude que están cocinando los demócratas acabará resolviéndose en el Supremo", dijo esta semana tras incidir en las supuestas irregularidades del voto por correo

No hay ninguna evidencia de fraude alguno, pero Trump continúa preparando el terreno para no reconocer el resultado de los comicios en un asalto sin precedentes a la democracia estadounidense. Ya en el año 2000 fueron los magistrados del Supremo los que dieron la victoria a George Bush sobre Al Gore tras los problemas con el recuento de Florida. Y ahora el presidente tiene prisa por garantizarse una corte a su medida. Ayer nombró a Amy Coney Barrett , una jueza católica, antiabortista y socialmente muy conservadora, para reemplazar a Ginsburg.

Confirmación del Senado

Barrett tendrá que ser confirmada en el Senado, pero será difícil que su nominación descarrile pese a la intención demócrata de recurrir a toda clase de maniobras dilatorias. Los republicanos controlan la Cámara con una mayoría de 53 a 47 escaños y solo dos de sus senadores abogan por dejar el nombramiento en manos del ganador de los comicios. El premio para los republicanos es suculento. De salirse con la suya, el Supremo tendrá seis jueces conservadores frente a tres progresistas, un desequilibrio que les garantiza el control de la corte durante la próxima generación. Si bien los magistrados son nominalmente independientes, las doctrinas legales con las que interpretan la Constitución están muy ligadas a su ideología.

Los demócratas acusan a sus rivales de "hipocresía". Hace cuatro años bloquearon al juez propuesto por Barack Obama para suplir la vacante del conservador Antonin Scalia esgrimiendo que quedaban menos de ocho meses para las elecciones, pero ahora no tienen reparos en imponer a su candidata a poco más de un mes de los comicios. "Esta es una nominación ilegítima", ha dicho el senador Jeff Merkley resumiendo la postura de su partido. Las encuestas están de su favor. El 57% de los estadounidenses creen que debería ser el próximo presidente quien designe al reemplazo de Ginsburg.

El dramatismo demócrata está justificado. Hay mucho en juego, más allá del posible desenlace de las próximas elecciones. Desde el derecho al aborto, al futuro de los sindicatos, la acción afirmativa para mejorar las oportunidades de las minorías, las regulaciones medioambientales o los derechos de la comunidad LGBT. Todos ellos, caballos de batalla de la América conservadora. Y como demostró el Supremo al tullir la histórica Ley de Derecho al Voto en 2013, concebida para prevenir que los estados traben el voto de las minorías, nada es irreversible.

La reforma sanitaria, en el aire

El primer pilar que podría desaparecer es la reforma sanitaria de Obama, que los conservadores han tratado de derogar desde hace una década. El Supremo comenzará a debatir su constitucionalidad el 10 de noviembre. Pero también corre serio peligro el derecho al aborto. "Barret cumple con los requisitos de Trump. Ha dejado claro que está dispuesta a invalidar la reforma sanitaria y a socavar la libertad reproductiva de las mujeres", ha advertido Nan Aron, la presidenta de Alliance for Justice, una organización progresista dedicada a asuntos legales. La derogación de Obamacare dejaría a 32 millones de estadounidenses sin cobertura sanitaria y podría excluir a muchos más del mercado al eliminar la protección para los pacientes con enfermedades preexistentes. 

Su suerte está en el aire, como lo está el impacto que tendrá la batalla por el Supremo en las elecciones. Pocos asuntos movilizan tanto a la derecha como la designación de jueces conservadores, "el motivo principal por el que nueve de cada 10 republicanos votaron por Trump", según dijo el año pasado el senador Mitch McConell. En ese sentido, el neoyorkino no tiene rival. En menos de cuatro años ha nombrado a 200 jueces federales, más que cualquiera de sus predecesores en ese mismo período. La gran mayoría, hombres, blancos y ultraconservadores

Pero también es cierto que la América demócrata tiene ahora un motivo más de peso para votar. Su mundo se tambalea bajo el mármol del Supremo, el más conservador de los últimos tiempos, un tribunal que tiene la llave para reescribir algunos de sus derechos fundamentales.

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