LOS EFECTOS DE LA PANDEMIA

Agosto sin turistas: Alfombra roja en el Coliseo

Dos monjas caminan frente a un Coliseo sin apenas visitantes, el pasado sábado.

Dos monjas caminan frente a un Coliseo sin apenas visitantes, el pasado sábado. / periodico

Rossend Domènech

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Faltan 100.000 turistas extranjeros cada día en Roma y se nota. Las calles están limpias, las papeleras puntualmente vaciadas y las gaviotas campan a sus anchas por las callejuelas de TreviNavona, la plaza de España y la de San Pedro del Vaticano. El 40% de los hoteles permanecen cerrados, los que cuentan con los escasos clientes no compensan los costes y los pisos turísticos mantienen las luces apagadas. Todos perderán este año más de un 60% de sus ingresos y su personal, acogido a los ertes, cobrará, cuando sea, unos 600 euros cada mes.

En estas semanas, quien vive en Roma cae en la tentación de volverse clasista, porque el turismo de masas destruye los bienes por los cuales existe, sean la Capilla Sixtina o el Coliseo. Por lo de que hubiera sido mejor que Thomas Cook, el de los trenes-cama, no hubiese inventado también las primeras agencias del "todo incluido". Pero, ¿quién defiende esa tesis en la 'trattoria' al lado del Coliseo? ¿Cuánto resistirán los bares de Navona a solo 3,50 euros por un 'spritz' para atraer a los italianos en lugar de los rusos o japoneses, que pagaban 25 o más euros por la misma copa?

Estado de alarma

Los italianos, los pocos que se atreven, mascarilla en el cuello o pegada a la boca, son los únicos visitantes de la que otrora fuera la capital del mundo occidental. Los pocos extranjeros que hay son en su mayoría jóvenes y por aquello de que no se contagian, pero contagian, se comen Roma como no habrían pensado en sus vidas. A causa de ellos, el Gobierno nacional ha prolongado el estado de alarma e impuesto, de nuevo, las distancias físicas en los transportes públicos. "Qué bella es la juventud/ aunque se escape/ quien quiera alegre esté/ del mañana no hay certeza", escribió Lorenzo de Medici, señor del ducado de Florencia.

En la Sixtina te topas con un escaso centenar de visitantes, en lugar de 500 o más por turno de otros veranos; en el Coliseo te extienden la alfombra roja y desde los últimos escalones de la plaza de España contemplas aquella ciudad sensual y transgresiva -¿habrá quien tenga todavía energías para transgredir? - de la que escribiera Michele de Montaigne en su 'Diario de viaje en Italia'. "La mayor ocupación de los romanos es pasear por la calle, sin meta", dejó escrito. Nunca más acertado.

En el siglo XIII, cuando los papas se exiliaron o fueron exiliados a Aviñón, en Francia, porque en Roma había una guerra permanente por hacerse con el poder del imperio ya difunto, en la ciudad había menos de 100.000 habitantes, frente a los oficialmente 3,5 millones actuales, que junto a los no registrados alcanzan los 4,5 millones reales. La apariencia actual, en las calles, plazas y plazoletas, es la misma de entonces, aunque sin las familias Colonna, Orsini y otras que se peleaban por hacerse con la ciudad, el papado, el Vaticano y los restos del imperio, mientras los romanos se encerraban en sus viviendas, esperando que escampase el temporal.

En 1377 los papas volvieron del exilio y poco después comenzó el Renacimiento, que terminaría siglos más tarde, dejando a los venideros el esplendor de la Roma actual. La que todos quieren ver. No fue fácil. Nobles y plebeyos se contrapusieron durante más de 40 años, sin acertar cómo conjugar a ricos y pobres, aquello que el barón de Secundat, mejor conocido como Montesquieu, aprendería de "los ingleses de América", plasmando la famosa división de poderes. Es decir, los sistemas democráticos.

Modelo económico en cuestión

En fin, la ciudad se vive mejor ahora que antes de la pandemia del coronavirus, esa es la realidad, lo que constituye un problema para el modelo económico que se había creado desde la segunda guerra mundial. ¿La solución será más Keynes, más inversiones públicas, o más neoliberismo al estilo de Thatcher y Reagan? Nadie lo sabe, porque la última pandemia tuvo lugar hace 100 años. Otra época.

En estas mañanas, en Navona hay un centenar de personas; frente a la estatua de Pasquino (de la que deriva el nombre de 'pasquín') no hay nadie. Las otras estatuas hablantes, llenas de pegatinas con protestas porque era la única manera de que los papas, monarcas absolutos, se enterasen de las quejas de los romanos, permanecen mudas. La plaza del Popolo está casi vacía, el Circo Massimo -el de 'Ben-Hur', con Charlton Heston- interesa solo a los roqueros, que pueden celebrar sus conciertos al aire libre. En los cines, una butaca sí y otra no, en los teatros lo mismo, los conciertos se celebran en las plazas con aforo limitado, mientras que la movida sigue resplandeciente como casi siempre, sin que nadie se atreva a imponer las multas previstas. El Moisés de Miguel Ángel sigue en cuarentena, el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini sigue alcanzando cumbres de placer en la penumbra de Santa María de la Victoria, mientras Pier Paolo Pasolini tendría sus problemas para encontrar la poética sordidez de aquella Roma que buscaba por doquier.

"Nada volverá a ser como antes", explican algunos sesudos. "Todo será peor", replican otros. En la duda, queda siempre la posibilidad de subir al Jardín de los Naranjos, en el colina del Aventino, y jurarse un amor momentáneamente eterno. "Entre las cosas seguras, la que más es la duda", dejó escrito Bertold Brecht.

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