PROTESTAS RACIALES EN EEUU

El imperio está desnudo: el desgarro del modelo estadounidense

Un manifestante protesta ante varios policías, en Los Ángeles.

Un manifestante protesta ante varios policías, en Los Ángeles. / periodico

Ricardo Mir de Francia

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Hay momentos en la vida de las naciones en los que todo parece venirse abajo sin previo aviso para poner a prueba la solidez de sus cimientos. Estados Unidos está viviendo uno de esos momentos, en su particular año de la peste, un 2020 que parece haberse confabulado para para desnudar en toda su crudeza las fallas sistémicas del país. Comenzó con el proceso para destituir a Donald Trump, convertido a la postre en un vulgar sainete de tóxico partidismo político. Siguió con la pandemia de coronavirus, espejo de las miserias de su sistema sanitario y la falta de liderazgo del presidente. Se agravó con la crisis económica, que ha dejado 40 millones de parados y se ha cebado con los más pobres. Y ahora ha acabado de explotar con los peores disturbios raciales del último medio siglo

El país está ardiendo, literalmente. Grandes ciudades como FiladelfiaSeattle o Los Ángeles, pero también pequeñas capitales alejadas de los centros de poder como Omaha (Nebraska) o Columbus (Ohio). La chispa fue el brutal asesinato de un hombre negro de 46 años a manos de la policía en Minneapolis, un episodio que colmó la paciencia de una población negra perennemente bajo sospecha: discriminada por los bancos, maltratada por las instituciones, masivamente encarcelada. Ese hartazgo se ha solapado con la factura de los cuatro años de división, odio y resentimiento promovidos por Trump desde la Casa Blanca como arma política para movilizar a sus bases. Pero como ha dicho el historiador Timothy Naftali, “la calamidad de estos días va más allá de Trump". "Él no es más que un estafador que vive de explotar nuestras vulnerabilidades”, ha expuesto Naftali.

Puede leerse también como el resultado de la incapacidad del sistema para reformarse, para combatir la desigualdad económica rampante y el horizonte raquítico de las nuevas generaciones, obligadas a tener tres empleos para poder pagar las facturas o hipotecadas hasta las cejas desde que salen de la universidad. Y todo sin un colchón social en el que caerse muertos si las cosas se tuercen. “Los ricos han dejado de estar seguros”, rezaba anoche una pintada en un restaurante caro del centro de Washington, convertido en un campo de batalla en el perímetro de la Casa Blanca, con escaparates reventados, edificios pintarrajeados y barricadas improvisadas

Frustración

La frustración con la plutocracia en curso que pusieron de manifiesto las protestas de Occupy Wall Street hace unos años, canalizada por las dos campañas electorales de Bernie Sanders, vuelve también a desbordarse en las calles. Y aunque algunos políticos han expresado la necesidad de abordar las raíces profundas del problema, el debate está más centrado en buscar culpables que en aportar soluciones, la eterna campaña electoral en que se ha convertido la política estadounidense. Trump y la derecha culpan a la “izquierda radical” de orquestar los disturbios, a los demócratas de permitirlos y a los medios de “fomentar el odio y la anarquía”, las palabras utilizadas el domingo por el presidente. 

Desde el bando contrario algunos gobernadores han culpado a los grupos de supremacistas blancos, a miembros del crimen organizado, al narco y hasta agentes extranjeros de instigar las protestas. En lo único en lo que parecen estar de acuerdo unos y otros es en vender la idea de que los vándalos proceden de fuera de sus ciudades, una tesis que no respaldan hasta ahora las identidades de los detenidos. 

Trump sigue sin moderar su retórica, como le piden los demócratas. “Podría dejar de mandar tuits divisivos que rememoran el pasado segregacionista de nuestro país”, ha dicho la alcaldesa de Washington, Muriel Bowser. En la retina de muchos siguen sus recientes amenazas para disparar a los responsables del pillaje o de sacar las armas y los perros para recibir a los manifestantes que llevan tres días cercando la Casa Blanca. Y el presidente dio este domingo un paso más al anunciar que pretende designar como organización terrorista a los ‘antifa’, como se llama aquí a los grupos antifascistas y antisistema de izquierdas. Algo que no ha hecho con las organizaciones neonazis, racistas o neoconfederadas, responsables cada año de decenas de asesinatos. 

Pies de barro

Aunque la respuesta policial empezó siendo moderada y relativamente contemplativa, se ha endurecido sensiblemente desde el viernes. Numerosas ciudades han declarado el toque de queda o han desplegado a la Guardia Nacional. Y cada día que pasa la respuesta es más agresiva, quizás por las críticas que ha generado la incapacidad de las autoridades para frenar los actos de vandalismo. Los periodistas están sufriendo más que nunca en el fuego cruzado entre manifestantes y policía, el resultado de la constante demonización propagada por Trump.  

Una fotógrafa 'freelance' perdió un ojo como consecuencia de un proyectil policial. Un reportero de la CNN fue arrestado mientras intervenía en directo, así como un cámara de la CBS. Otros han sido increpados o agredidos por los manifestantes. Y, entre medio, cientos de miles de personas forcejean, se abrazan y gritan a pulmón abierto en plena pandemia de coronavirus, la tormenta perfecta para los epidemiólogos. El país sigue siendo el epicentro del Covid-19, otra de las miserias que ha puesto de manifiesto los pies de barro del gigante americano. 

Es muy difícil augurar las consecuencias que esta concatenación de crisis tendrá en las elecciones presidenciales de noviembre porque las dos Américas están en pie de guerra. El trumpismo vive del conflicto y la victimización de un sector de la población blanca. Sus rivales, de la vergüenza que genera su presidencia. Pero los demócratas tendrán que vender algo más que palabras de reconciliación si quieren que ese sector del país que está quemando las calles salga a votar en noviembre.