Un nuevo mundo (2)

Un Londres irreconocible puede haber cambiado para siempre

Begoña Arce

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Si no fuera por los cuidadores que limpian las jaulas y les dan de comer cada día, los animales del zoo de Londres pensarían que la especie humana ha desaparecido de la tierra. Nunca hubo otra primavera tan soleada y cálida como esta, pero al norte del parque de Regent no hay rastro de las colas de padres con chiquillos impacientes por ver a las fieras. Las vacaciones de Semana Santa y los dos largos festivos de mayo hubieran sido parte de la temporada alta. Hoy el zoo pide donativos al público y el Gobierno despacha un presupuesto exprés para mantener a los 20.000 inquilinos que saben lo que es vivir confinado. “Estamos en una posición impensable”, se lamenta su director, Dominic Jermey, un antiguo embajador en Afganistán.

Por el zoo han pasado muchas generaciones de londinenses. Tiene un valor sentimental hereditario. Antes del virus sólo había cerrado en una ocasión, durante el 'Blitz'. Ahora se calcula que el coronavirus ha matado ya a más británicos que los bombardeos alemanes en la segunda guerra mundial. El cierre entonces sólo duró dos semanas. Las autoridades decidieron que debía reabrir para levantar la moral de los asediados.

Desigualdades

La moral de los londinenses va estos días por barrios. El virus no es exactamente “igualitario”. Entre Brent y Kingston, por ejemplo, hay apenas una quincena de kilómetros, pero son dos mundos aparte. El primero es uno de los suburbios más pobres del país, con un vecindario popular en el que abundan las minorías de color. Un tercio vive en la pobreza. El coronavirus se ha ensañado con ellos. Brent tiene el mayor número de muertos de Londres a causa de la epidemia. Hace unos días ya eran 304 los fallecidos. 

En Kingston, con un nivel de vida más elevado, menor hacinamiento y un mayor número de parques y zonas verdes, las vidas perdidas eran 57, en el mismo periodo. El epidemiólogo Michel Marmont ha venido advirtiendo que “el confinamiento aumentará, sin lugar a dudas, las desigualdades económicas y sociales”. Eso ya ocurre en una ciudad donde los escenarios han cambiado.  

Desde el 23 de marzo, la vida se ha replegado a las zonas residenciales. Es allí donde la gente teletrabaja con los niños en casa, donde baja al supermercado o sale a pasear y correr por aceras en las que hay escrito con grandes letras blancas 'keep 2 M apart' (mantener la distancia de 2 metros) Nadie sabe cómo se pondrán mantener esos dos metros de separación cuando aflojen las restricciones.

Rediseñar Londres no será fácil. De pronto el centro queda muy lejos y no tiene sentido ir a un Soho sin plumas, ni cócteles o a un West End sin teatro, ni música. En el Chinatown aún se ven carteles celebrando el año nuevo. Era el 25 de enero. El año de la rata. Para entonces la ciudad de Wuhan ya estaba aislada. Durante un tiempo los patos asados y las costillas de cerdo siguieron colgados en los escaparates de los restaurantes, pero los clientes habían desaparecido. En la gran calle peatonal, cubierta con farolillos rojos sólo sobrevive el “Supermercado Loon, Productos del Lejano Oriente”. Un cartel en la puerta advierte de que tomarán la temperatura a quien quiera entrar. No hay nadie a la vista.  

Procesos por zoom

Tampoco hay un alma en los edificios de la City, con despachos de alquiler a precio de oro que empiezan a ser una carga insostenible. Allí sólo quedan desde hace semanas guardias de seguridad y porteros aburridos en los vestíbulos, mirando la televisión. No hay rastro del enjambre de abogados con peluca, administrativos en gris, financieros encorbatados y dependientes de cafés ahora cerrados.  “Las grandes oficinas pueden ser una cosa del pasado”, ha declarado el jefe de Barclays, Jes Staley. El único comercio abierto en la histórica Fleet Street es la farmacia de Boots y la tienda de periódicos frente al Royal Court of Justice, el gran tribunal sin jueces y letrados. Hay procesos que ahora se hacen por teleconferencias de zoom.

Muchas cosas pueden haber cambiado para siempre. En el metro los altavoces emiten órdenes en tono castrense.  “No viaje”, “Quédese en casa”, “Salve vidas”. De cuatro millones de pasajeros al día se ha pasado a 200.000. La mayor parte de la jornada, los vagones van vacíos. Hay estaciones cerradas, como Temple, o la siempre tan concurrida de un Covent Garden fantasmal. Ni siquiera hay pasajeros en la de Westminster, por donde se mueven a diario diputados, funcionarios, turistas y el personal del hospital de St. Thomas. 

Quien puede, evita metro y autobús. El transporte público da miedo. En alguna tienda de bicicletas la venta ‘on line’ ha aumentado un 80%. Circular en bici ha dejado de ser “tendencia” para convertirse en una necesidad. El alcalde, Sadiq Khan, que lleva años luchando por un aire más puro, quiere ensanchar aceras y convertir carriles temporales en permanentes. Es la gran oportunidad de sacar algo bueno de esta tragedia.

Londres es la ciudad más castigada por la epidemia, en el país con más muertos de Europa. Resurgirá, aunque será necesariamente distinta. De momento, el presente es el de las ambulancias que la cruzan silenciosas sin querer hacerse notar.  

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