DRAMA MIGRATORIO
En la frontera grecoturca: "Nos pegan, nos roban y nos devuelven al agua"
La policía griega aterroriza a las personas que consiguen llegar a territorio griego y los deporta a Turquía
Adrià Rocha Cutiller
Periodista
Adrià Rocha Cutiller
Hace una semana, Asaad estaba en Salónica. Había llegado allí seis meses atrás, después de haber pasado un año entero viviendo en el campo de refugiados de Moria. Pero ahora, este lunes, Asaad está en Turquía. Lo explica mientras sostiene en la mano los pocos papeles del asilo griego que le quedan, indignado y aterrado a la vez.
"La semana pasada estaba en Salónica. Pero este sábado pasado me agarraron en la calle, destruyeron mis papeles en mi cara y me detuvieron. Y después, me mandaron a aquí. Estoy solo. Mi familia sigue en Grecia. Estoy solo en Turquía», explica Asaad desde Edirne, donde lleva un par de noches durmiendo al raso, en un edificio a medio construir en la estación de autobuses de la ciudad.
Asaad tiene ahora un dilema enorme: no sabe qué hacer. Si consigue pasar a Grecia, si intenta reunirse de nuevo con su familia, la policía griega le volverá a detener. Teme que le roben todo y le manden de vuelta al río Evros, que marca la frontera entre ambos países. Si se queda en Turquía, se arriesga a que, sin papeles, los turcos le deporten hacia Siria. Asaad está atrapado.
Y, como él, miles de personas. Desde el pasado jueves, desde que Turquía decidiera abrir las puertas hacia Grecia, la región de Edirne se ha llenado de varios miles de sirios, afganos, paquistanís, somalís, iraquís, iranís y un largo etcétera de nacionalidades que intenta cruzar hacia Europa. La OIM estima que son algo más de 13.000; Turquía —a la que le interesa decir que son muchísimos—, más de 100.000. Más allá de los números, están todos absolultamente desesperados.
¿Qué hacer?
¿Qué hacer?Y se preguntan todos lo mismo: "¿Hacia adónde ir?" Ninguna opción parece buena: «Cuando escuchas a un presidente decir algo, pues te lo crees, ¿no? —dice Alí, un afgano que lleva, como el sirio, un par de noches durmiendo en el edificio semiderruido al lado de la estación de autobuses de Edirne— Es alguien importante; no va a mentir. Así que cuando Erdogan nos dijo que la frontera estaba abierta, vinimos».
«Pero estamos aquí ahora —continúa Alí—, y vemos que está todo cerrado. Y además, si conseguimos pasar, los griegos nos pegan, nos roban y nos devuelven al agua. No sé qué hacer. No puedo hacer nada. Pienso en volver a Estambul, pero lo abandoné todo para venir aquí. No tengo nada más».
Hace tiempo que las ventanas de las ruinas donde han pasado la noche Alí y Asaad ya no están a su puesto, si es que alguna vez lo estuvieron; las paredes, que han perdido toda su pintura, están cubiertas de una capa espesísima de hollín. En ese lugar han pasado la noche varias decenas de refugiados, casi todos familias con niños. Algunos padres dicen que sus críos, del frío que han pasado durante la noche, no pueden ni levantar un dedo.
«Yo intentaré pasar —dice un paquistaní, que no ha dormido en el edificio sino dentro de la estación de autobuses—. Llevo aquí tres días, y aún no lo he intentado, pero lo haré. Y si me deportan, lo volveré a intentar. Estaré aquí una semana; un mes si hace falta. Pero lo haré. No tengo nada que perder».
Dos vidas
Dos vidasQue perder, sin embargo, sí que ya hay. Este lunes, por primera vez en esta nueva crisis, han muerto dos personas: una de ellas —un niño—, cerca de la isla de Lesbos, tras volcarse la lancha en la que viajaba con su familia. La otra, un joven sirio, que ha recibido un disparo con una bala de goma en la garganta, según algunos testigos. Su muerte se ha podido ver en un vídeo publicado en internet por otro refugiado. Los testigos acusan a la policía griega. Ésta lo niega.
Pero lo que está claro, tras cuatro días de intentos de miles de personas de entrar a Grecia, es que la técnica de los griegos de usar todos los medios posibles para frenar a los refugiados está funcionando.
Los golpes, el blindaje, el alambre de espino electrificado, el gas lacrimógeno, las amenazas, los disparos al aire, los robos y los baños forzados al río han servido para que algunos los migrantes que anteayer querían llegar a Europa a cualquier precio, hoy se lo piensen dos veces. Algunos, incluso, intentan volver a Estambul.
«No sé. No sé nada. Nadie sabe qué va a pasar —dice Huséin, un padre de familia afgano, que lleva una noche acampando en la orilla turca del rio—. No podemos volver; no podemos pasar. Nos obligan a dormir aquí, al raso, y nadie nos viene a ayudar. Solo algunos locales, que nos traen pan, algo de comida y agua. Pero hace días que no como caliente. Yo me voy. Me rindo. No puedo más».
No obstante, circulan rumores: muchos refugiados aseguran que si intentan irse, la policía turca les para en la autopista que va a Estambul, y les obliga a dar media vuelta.
Sin embargo, este lunes por la tarde, en Ipsala —unos kilómetros al sur de Edirne— la gendarmería turca ayudaba, a golpe de porra y con malas pulgas, a cargar varios autobuses que volvían hacia Estambul. El billete valía 80 liras (unos 12 euros al cambio). Estos días, en la frontera entre Turquía y Grecia, nada está claro. Solo el desespero de los que están aquí atrapados.
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