juicio en eeuu

'Impeachment: el arma nuclear de la política estadounidense

Los 'impeachments' a Nixon y Clinton ofrecen algunas lecciones esclarecedoras para Trump

donald trump

donald trump / periodico

Ricardo Mir de Francia

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“Nuestra pesadilla nacional finalmente se ha acabado”. Las palabras pronunciadas por Gerald Ford al jurar la presidencia el 9 de agosto de 1974, solo un día después de que Richard Nixon dimitiera por el escándalo Watergate, ilustran gráficamente el impacto que tiene el arma nuclear de la política estadounidense. El ‘impeachment’ es la más extrema de las herramientas contempladas por la Constitución para preservar la integridad de la presidencia. Un mecanismo concebido para abortar la tiranía, pero también para apartar del poder a aquellos que utilizan el cargo para lucrarse o conspirar al servicio de potencias extranjeras. Es tan radical que puede revocar el resultado electoral. Y no está exento de riesgos, debido al enorme poder que concede a la facción dominante en el Congreso. Lo que inevitablemente consigue es dividir a la nación.  

Ningún presidente, sin embargo, ha sido destituido como consecuencia del ‘impeachment’. El demócrata Andrew Johnson, que reemplazó a Lincoln tras su asesinato, sobrevivió por un voto en 1868 a su juicio en el Senado. Nixon dimitió en 1974 antes de que la Cámara de Representantes aprobara sus cargos y formalizara el proceso. Ahora le ha llegado el turno a Donald Trump, el único de los presidentes elegidos en las urnas que será juzgado durante su primer mandato. Todo sugiere que el republicano será también absuelto. La gran duda estriba en saber qué impacto tendrá el proceso en sus opciones para ser reelegido en noviembre.

Los precedentes ofrecen dos desenlaces muy distintos. Nixon fue imputado dos años después de que cinco hombres a sueldo de su campaña entraran en las oficinas del Comité Nacional Demócrata para poner escuchas, el crimen que acabó destapando una masiva trama de espionaje político y sucias maniobras de encubrimiento. El proceso fascinó a la nación, pegada al televisor con unas audiencias en 'prime-time' del 80%. Su Partido Republicano le defendió a muerte casi hasta el final, con unos argumentos calcados medio siglo después por Trump y sus aliados. Presentaron el proceso como una “caza de brujas”, una siniestra conspiración de la prensa, las élites liberales y la burocracia para anular el veredicto de las urnas.

Hasta que el Tribunal Supremo obligó a Nixon a hacer públicas las cintas que le implicaban como arquitecto de la trama. La opinión pública había decidido. Cuando el presidente dimitió, su popularidad rondaba el 30%. Ford le acabó indultando y su partido perdió las siguientes elecciones.

Hipocresía del relato

Con Clinton pasó todo lo contrario. Acusado de mentir bajo juramento sobre la morbosa relación extramatrimonial que mantuvo con la becaria Mónica Lewinsky y obstruir entre medio a la justicia, su popularidad no dejó de aumentar durante el ‘impeachment’ hasta alcanzar el 73% cuando fue absuelto en el Senado. La mayoría de estadounidenses rechazaron desde el principio el proceso, a pesar de la dureza con la que muchos demócratas censuraron el comportamiento de su líder.  Quizás lo hicieron por el puritanismo y la hipocresía del relato republicano, sus detalles casi pornográficos o la intromisión insaciable en la privacidad del presidente. O quizás porque Clinton pidió públicamente perdón al país y su familia por haberlos engañado durante siete meses. Por más que nunca admitiera el perjurio.

Su juicio duró cinco semanas, en las que el demócrata se esforzó por trabajar como si nada extraño pasara. Diez meses después su partido hizo historia en las legislativas, ampliando su ventaja en la Cámara de Representantes.

Y así hasta Trump, acusado de solicitar ayuda extranjera para su campaña de reelección y obstruir la investigación del Congreso. En una entrevista, Clinton le recomendó que siguiera su ejemplo, que ignorase el proceso para demostrar al país que está volcado en resolver sus problemas. Pero no le ha hecho caso. Cada día habla y tuitea obsesivamente para condenar el proceso como una gran “farsa” siguiendo el manual de Nixon. Tampoco ha expresado el más mínimo remordimiento sobre sus gestiones ucranianas o la llamada que destapó el caso. “Fue perfecta”, ha repetido en casi de 200 ocasiones. Ni ha creado un equipo de abogados dedicado a manejar el ‘impeachment’ como hizo el demócrata. “Yo no tengo equipos. Yo soy el equipo”, ha dicho Trump.

Formas procesales

Su partido sí ha extraído lecciones de la historia. La defensa demócrata de Clinton consistió en presentar el proceso como como un ajuste de cuentas completamente unidireccional. “Cuanto más partidista pareciera, menos legítimo sería a ojos del público”, escribe Peter Baker en ‘Impeachment: una historia americana”. Y eso es lo que han hecho los republicanos. Han cerrado filas como nunca, han denunciado las formas procesales impuestas por los demócratas y niegan la más mínima irregularidad. Ni uno solo de sus diputados votó a favor de los cargos en el Congreso, a diferencia de lo que pasó con Clinton y Nixon.

La suerte de Trump es que los estadounidenses le están prestando mucha menos atención a su ‘impeachment’ que a los precedentes.  Su popularidad apenas ha variado desde que comenzó el proceso. Sigue siendo baja, pero no lo suficiente para que pueda ser reelegido si sale airoso del juicio del Senado, como todo parece indicar.