CRISIS EN EL GIGANTE ASIÁTICO

Los otros hongkoneses

Once semanas de protestas han partido la sociedad en dos bandos irreconciliables y cada día más distanciados

Manifestación en Hong Kong contraria a las protestas que han paralizado la isla.

Manifestación en Hong Kong contraria a las protestas que han paralizado la isla. / periodico

Adrián Foncillas

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Familias que han excluido la política de la mesa para alcanzar el postre en paz, otras que ya no se reúnen y grupos de redes sociales abandonados por los de un bando. La división social ha alcanzado al lugar más improbable. Las sucesivas oleadas migratorias del interior se han ensamblado con los locales durante décadas con armonía. Nunca han faltado los matices identitarios pero siempre subordinados al orgullo por compartir una pequeña, próspera y cosmopolita isla. Más de dos meses de protestas amenazan con dinamitar esa delicada construcción y no es improbable que la cicatriz persista cuando las calles recuperen la paz. No hay más serio ni más ignorado problema hoy en Hong Kong.

Los contrarios a las protestas existen. Se definen como la “mayoría silenciosa” aunque ningún estudio ha medido aún la distribución de fuerzas. La huelga general que se había anunciado como termómetro finalizó en empate: la excolonia ralentizó su ritmo pero estuvo lejos de detenerse. Se puede afirmar, sin margen de error, que son muchos. El conflicto es víctima de los tiempos del 'fast food' informativo: se cuelga la etiqueta de prodemocráticos a unos y se ajustan después los hechos al relato a martillazos. Los otros, pues, serán matones de Pekín o miembros de mafias locales. O serán prochinos, con todas sus implicaciones en el imaginario popular. Gente muy poco recomendable en cualquier caso.

Falta de empatía

La prensa internacional ignora sus concentraciones o elige al más descerebrado para presentar la parte por el todo. Todo eso se percibe aquí. Hay más miradas torvas que sonrisas, algunos rechazan la entrevista y otros exigen el enlace al artículo para comprobar la fidelidad de la cita. Esas tercas referencias a los jóvenes como “cucarachas” por sus camisetas negras o las pegatinas que piden la destrucción del movimiento Falun Gong no ayudan a la empatía global. Carecen de la capacidad de seducción del otro bando y ya han dado por perdida la batalla por la imagen. Los jóvenes, en cambio, repartían hoy caramelos y disculpas a los viajeros en el aeropuerto tras dos jornadas de caos y furia desbocada que torpedearon la reputación de un movimiento amable y prodemocrático.

Una tarde en el Parque de la Victoria sirve para confirmar la variedad de sensibilidades. La cuota de inflamados y ultramontanos es inevitable en cualquier masa pero predomina un mensaje articulado y sensato. Algunos incluso participaron en las manifestaciones contra la Ley de Extradición y no comprenden que los jóvenes insistan en tomar las calles cuando ya ha sido enterrada. “No saben cuándo parar”, se resigna Kay Ip, psicóloga. “Ignoro si aquella ley era buena o mala, pero no se puede responder con vandalismo. Eso solo pasa en las sociedades enfermas. No tenemos ideología, solo queremos vivir en paz y que dejen de destrozar la ciudad y arruinar la economía”, añade.

Sentimiento nacional

Es un ambiente familiar y dominguero, tantas banderas hongkonesas como chinas y actuaciones musicales que esponjan los discursos políticos. Tanto la media de edad como el sentimiento nacional chino son más altos que en las concentraciones contrarias. No responden, sin embargo, a esa manida descripción de inmigrantes del interior e idiotizados por la propaganda de Pekín. Cantan himnos locales de Hong Kong, muchos han nacido aquí y algunos han vivido en el extranjero.

Alicia es originaria del distrito de Kowloon y ha regresado tras dos décadas en Gran Bretaña. “Ni en China ni en el mundo se informa bien de lo que está pasando aquí”, lamenta. “Los jóvenes se quejan de la situación económica, de que no pueden comprarse una vivienda, pero no trabajan duro como siempre hemos hecho aquí”, añade.

Aquí se reivindica todo lo que los jóvenes aborrecen. A la policía. A Carrie Lam, la jefa ejecutiva. E incluso a Junius Ho, un inquietante legislador que animó a los violentos que zurraron a los jóvenes y cuyo panteón familiar fue profanado después por estos. “En el fondo es un buen hombre”, me susurran cuando sube al escenario. Y se reivindica la salud de Hong Kong frente al cuadro tétrico que denuncia el otro lado. La prensa libre, el sistema judicial independiente, el derecho a manifestarse… La isla conserva hoy todas las libertades heredadas de los británicos porque ha peleado por ellas: siempre que Pekín ha amenazado con una ley inquietante se han llenado las calles y la ley ha acabado en el cajón. “He estado en más de 40 países y en ningún lugar hay más libertad que aquí”, juzga Alicia.

Supuestas implicaciones

Por los altavoces suena 'Imagine', 'We are the world' y otras estomagantes clásicos. Muchas solapas con pegatinas que piden darle una oportunidad a la paz. Esto parece una comuna 'hippy'. Están aquí para denunciar la violencia, insisten. El periodista que comparta el teléfono con ellos recibirá en los días siguientes un aluvión de vídeos con activistas zurrando a ciudadanos y arrasando la ciudad o de sus líderes reunidos con diplomáticos que prueban la implicación de fuerzas extranjeras en las protestas. Y coleccionará los de brutalidad policial y evidencias de que Pekín paga a los matones si lo intercambia con un antigubernamental. 

Son dos compartimentos estancos que consultan solo los medios de comunicación afines y llenan cada día el saco de reproches y deudas al cobro. El enamoramiento ciego hacia un bando y la sistemática condena del otro a la invisibilidad o al cliché no ayudan a entender la complejidad del conflicto ni las amenazas que se ciernen sobre Hong Kong. Sabemos ya que esas brechas sociales no se cierran.