LA LLEGADA DE LA ULTRADERECHA A BRASIL
Bolsonaro marca el paso
El mundo de la extrema derecha es, ante todo, un mundo en blanco y negro, de blancos y negros, simplista y muy peligroso
Joan Cañete Bayle
Subdirector de EL PERIÓDICO.
Periodista y escritor. Transición digital y audiencias. Entre otros trabajos, ha sido corresponsal en Jerusalén y Washington DC. Autor de las novelas 'Expediente Bagdad' (junto a Eugenio García Gascón) y 'Parte de la Felicidad que Traes', y del ensayo sobre el conflicto palestino-israelí 'Muros, bosques, tumbas: Un periodista en Jerusalén'
JOAN CAÑETE BAYLE
«Felicidades al presidente Jair Bolsonaro, que acaba de pronunciar un gran discurso en su toma de posesión. Estados Unidos está contigo». El entusiasta tuit del presidente estadounidense, Donald Trump, simboliza la forma con la que creciente alianza de la ultraderecha mundial han recibido entre sus filas al nuevo presidente de Brasil, Jair Bolsonaro: un aplauso cerrado y una satisfacción que demuestran sin complejos, como les gusta decir. «Buen trabajo, presidente Bolsonaro» escribió el italiano Matteo Salvini en Facebook. El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, y su homólogo israelí, Binyamin Netanyahu, fueron dos destacados invitados a la toma de posesión del nuevo presidente brasileño, cuyo discurso de investidura –duro, claro, una declaración de guerra ideológica en toda regla enmascarada bajo la peligrosa apelación al «sentido común»– fue un compendio de los pilares ideológicos de la oleada de extrema derecha que pretende tomar al asalto las democracias liberales en América y Europa.
Algunas ya gobiernan; otras aguardan con grandes expectativas las próximas elecciones; otras crecen al amparo de los derechos y libertades que en muchos casos planean demoler. Con sus particularidades internas, de Marine Le Pen a Orbán, de Trump a Bolsonaro, de los brexiters todos ellos comparten unos mismos principios: guerra ideológica y cultural contra la izquierda, programa reaccionario, gran peso de la religión y de la tradición conservadora ligada a la fe cristiana (con especial mención al evangelismo), nacionalismo extremo (y sus primos hermanos, xenofobia, proteccionismo, racismo...) y querencia por la figura del hombre fuerte al que no le tiembla la mano.
El último en llegar al poder, Bolsonaro, es tal vez el que con mayor claridad expone sus planes e ideas en un club que no se caracteriza precisamente por su delicadeza ni por su diplomacia. En un país como Brasil, azotado no hace tanto por una dictadura militar, su Gobierno cuenta con cuatro generales, dos capitanes, un teniente coronel y un almirante. Bolsonaro se propone rescatar a su país de la "corrupción, el crimen, la irresponsabilidad económica y la sumisión ideológica". Todo ello en nombre de la patria y Dios. Un programa que podría firmar cualquier líder de la extrema derecha mundial.
Lucha sin cuartel contra la izquierda
Lo que allí se denomina «guerra cultural» ha sido durante años una de las principales características de la política estadounidense, y es uno de los rasgos que Trump ha exportado a la alianza de ultraderecha. A ello se refiere Bolsonaro cuando habla de liberar a Brasil de la «sumisión ideológica». Se refiere, por supuesto, a la ideología de izquierdas y a todas las banderas que desde el progresismo se levantan, empezando por el feminismo (considerado como un enemigo de primer orden), siguiendo por los derechos del colectivo LGTBI y acabando con el ecologismo y la lucha contra el cambio climático. En Estados Unidos el abanico de temas en el que se libra la guerra cultural es mucho más amplio (incluye desde el aborto hasta el derecho a enseñar en las escuelas el creacionismo en lugar de la evolución de Darwin, pasando por la eutanasia, la igualdad racial y la protección de las minorías).
El machismo, la homofobia o el racismo se camuflan como discursos rompedores de la censura de lo políticamente correcto, así como de posturas no ideológicas. La ideología (y por tanto, el debate, la pluralidad, la política y los acuerdos) se consideran efectos negativos de sociedades secuestradas por la superioridad moral de la izquierda. Urge, como hizo Bolsonaro en su discurso, esconder la ideología propia bajo el mantra del «sentido común» de la gente decente. La guerra ideológica es una espléndida puerta de entrada en colectivos de clase media y baja, y sirve al mismo tiempo para camuflar decisiones económicas que a menudo perjudican a las capas más desfavorecidas de sus propios votantes.
Recortes sociales y económicos
Bolsonaro no escondió en ningún momento durante la campaña electoral y su discurso de posesión su animadversión hacia el Partido de los Trabajadores y su voluntad de revertir sus políticas, al estilo de la obsesión de Donald Trump con Barack Obama o, a otro nivel, del objetivo de Orbán, Salvini o Marine le Pen de dar un giro de 180 grados a la política, el espíritu y la historia de la UE. No se trata de que Bolsonaro y el resto de líderes de extrema derecha sean (solo) conservadores: son reaccionarios, pretenden revertir leyes y derechos sociales y económicos. En el mismo saco entran tanto las políticas públicas contrarias a su concepción neoliberal de la economía (privatizaciones, revertir medidas contra el cambio climático, debilitamiento de la sanidad y educación públicas...) como aquellas de índole más social y, como diría Bolsonaro, ideológico: aborto, derechos de la comunidad LGTBI, libertad de expresión... La lucha contra la corrupción (de la izquierda, claro) y la inseguridad (provocada sobre todo por inmigrantes ante la vista gorda de la izquierda) hacen necesario un «hombre fuerte» y el sacrificio de derechos y libertades.
La tradición judeocristiana
«Vamos a unir al pueblo, valorizar la familia, respetar las religiones y nuestra tradición judeocristiana, combatir la ideología de género, conservando nuestros valores», dijo Bolsonaro, en una frase que muchos de los líderes ultras, con sus matices locales, repiten y podrían hacer propia. No se trata solo de reforzar o devolver (depende del país) el papel de la religión, sino de enfatizar el peso de los valores y de la tradición judeocristiana frente a lo que se percibe como amenazas: la globalización (también en el ámbito cultural) y el islam (factor muy importante en EEUU y Europa). Los valores tradicionales (familia, matrimonio heterosexual, el papel de la mujer) proporcionan munición a la guerra de cultura.
Proteccionismo y supremacismo
«Brasil y Dios por encima de todo», dijo Bolsonaro, la patria, la nación, por encima de cualquier otra consideración. El nacionalismo, de Budapest a Brasilia, de Washington DC a Roma, es el gran eje de la ultraderecha. Bolsonaro se abraza a la bandera con el mismo fervor que Trump, Salvini, Le Pen u Orbán. La bandera todo lo justifica.
La bandera, eso sí, apenas oculta el racismo y la xenofobia y la persecución al disidente, tachado de inmediato de «traidor». La bandera explica el rechazo a la globalización, la vuelta a las esencias, el regreso de los mitos históricos fundadores, la nostalgia de unos tiempos que ya no existen. Socialistas, mujeres, gais, inmigrantes, defensores de sociedades abiertas, globalizadores... constituyen el grupo de traidores a la nación... y a Dios. El mundo de la extrema derecha es, ante todo, un mundo en blanco y negro, de blancos y negros, simplista y muy peligroso.
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