UN CRIMEN DE ESTADO

Trump, atrapado en Arabia Saudí

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Ramón Lobo

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Tras 18 días de relativo suspense --porque todo el mundo sabe la verdad--, Riad ha admitido la muerte del periodista y disidente saudí Jamal Khashoggi. Antes había dicho que abandonó vivo su consulado en Estambul a los diez minutos de entrar. La nueva versión es que falleció “tras una pelea con personas que estaban ahí”. La fiscalía general del reino anunció 18 detenciones. El cambio se produce tras un viaje del secretario de Estado de EEUU, Mike Pompeo a Arabia Saudí y Turquía. Donald Trump fue rápido en afirmar que le parecía convincente.

Las autoridades turcas manejan otra versión. Saben que un equipo saudí compuesto por 15 hombres viajó a Estambul en avión privado. Les grabaron las cámaras del aeropuerto y disponen de audios de lo ocurrido dentro del consulado. Según esas pruebas, aún no divulgadas, el grupo torturó al disidente amputándole los dedos de las manos aún vivo, después lo mataron y descuartizaron. Disponían de una sierra especial para huesos. La policía turca busca restos humanos en varias zonas de Estambul, pero tampoco se descarta que se los llevaran a Riad en la valija diplomática.

¿Fueron estos 15 enviados desde Riad los que discutieron con Khashoggi? Si el objetivo era secuestrarlo, ¿qué hacía un forense entre ellos? The New York Times publicó varias fotos de Maher Abdulaziz Mutreb, personaje próximo al príncipe heredero, Mohamed bin Salmán. Mutreb estaba en el consulado. Los demás pertenecen a la guardia real y a los servicios secretos saudíes. El exjefe del MI6 británico, John Sawers, dijo a The Guardian que las evidencias apuntan a que Salmán ordenó el asesinato.

Elegir entre negocios o ética

A Donald Trump le gustan dos colores: blanco y negro; los demás son un lío, fake colors, inventos de la prensa liberal. Las cosas deben ser claras: bueno o malo, negocio o no negocio, amigo o enemigo. El asesinato de Khashoggi es un grano en el culo. Le arrastra al terreno que más odia: la complejidad, los grises. Haga lo que haga --incluso si no hace nada, más allá de la teatralidad-- tendrá consecuencias.

El presidente de EEUU tiene que elegir: negocios o ética. Le vendría bien leer a lord Palmerston, primer ministro británico a mediados del XIX, quien proclamó: “Inglaterra no tiene amigos, tiene intereses”. Sería una manera de salir del embrollo, decir, ‘no importa lo que sucedió porque están en juego 98.000 de millones de euros en venta de armas a Riad’.

Khashoggi desapareció el 2 de octubre dentro del edificio del consulado. Iba a recoger unos papeles que acreditaban su divorcio para poder casarse con la turca Hatice Centiz. Temía un trampa. Ella esperaba fuera con instrucciones de telefonear a Yasin Aktay, asesor del presidente Erdogan, si se demoraba demasiado. Nunca se le volvió a ver. Tampoco tenemos el cuerpo.

Aparte de los negocios de Trump y de los puestos de trabajo en la industria armamentística, existe otro problema: Oriente Próximo. El blanco o negro se traduce en este caso por Arabia Saudí o Irán.

Una amistad sólida

Los intereses de EEUU en la zona están ligados desde hace décadas a Arabia Saudí. Parece una amistad sólida: ellos tienen petróleo y nosotros lo necesitamos; nosotros tenemos las armas y ellos las compran. El problema es que mientras una mano da petróleo y compra armas, la otra financia el yihadismo global. Su versión fanatizada del islam, el wahabismo, es la ideología religiosa que alimenta a Al Qaeda y al Estado Islámico.

Javier Martin escribió 'La casa de Saud' (Catarata), un libro en el que ofrece datos: el rey Salmán, padre de MBS, creó en 1993 el Al Haramain (Alto Comisionado de ayuda a Bosnia-Herzegovina), relacionado después con varios atentados terroristas. El actual rey se distanció de todo lo que no fuera caridad.

Barack Obama, que también vendió armas a espuertas a los saudíes, comprendió que el país que mejor representaba sus intereses, tras el desastre provocado por la invasión de Irak en 2003, era Irán. De ahí el acercamiento y el pacto nuclear firmado con apoyo de Rusia, China, Reino Unido, Francia y Alemania.

El derrocamiento de Sadam Husein sumió a Irak en una doble guerra; contra el invasor (una manía de los invadidos) y otra entre sunís y chiís. De esa doble violencia emergió victorioso Irán sin disparar una bala porque el 60% de la población iraquí es chií. Las primaveras de Túnez y Egipto, primero; y las de Yemen, Libia y Siria después, pusieron patas arriba el orden colonial. Todas se hundieron por motivos diversos. A EEUU le preocupó una, la de Egipto, ya corregida con un nuevo dictador, el general Al Sisi.

Efectos colaterales

El efecto colateral más visible del caos regional es Siria. Tras más de siete años de guerra civil y cerca de 500.000 muertos, ha vencido Bashar el Asad, uno de los máximos responsables de la tragedia, gracias al apoyo de Putin, Irán y Hezbolá. EEUU ha tenido un papel menos activo porque nunca supo quién defendía sus intereses. Se concentró en apoyar a los kurdos sirios, a los que ahora va a dejar colgados.

Una quiebra de la relación especial con Riad sería una tragedia para el Israel de Netanyahu que ha convertido a Irán en el centro de sus obsesiones, el enemigo que desvía la atención de sus corruptelas y las de su familia. Si cae todo el andamiaje, el sueño de que Trump les bombardee quedaría enterrado.

Mientras, en Yemen los muertos bajo bombas made in Occidente se cuentan por miles. Son muertos invisibles, víctimas también del príncipe Salmán. Mientras la ONU alerta de una hambruna que puede matar a millones, los aliados de Arabia Saudí siguen enfangados en un debate inmoral: barcos u honra. En España ya escogimos bando, no era el bueno.