Xi Jinping, presidente de China de por vida

Xi Jinping

Xi Jinping / AP / MARK SCHIEFELBEIN

Adrián Foncillas

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Xi Jinping mandará en China mientras quiera. La Asamblea Nacional Popular derogó los límites temporales de la presidencia y liberó a Xi de los corsés legales que constreñían su percepción mesiánica. China aprobó ayer la mayor revolución política de las últimas décadas por 2.957 votos a favor, dos en contra y tres abstenciones. Pekín pretendía el consenso mayoritario en lugar de la unanimidad para revestirlo de cierto aroma democrático.

Xi abrió el desfile de los delegados hasta la urna roja situada en el centro del escenario de la sala principal del Gran Palacio del Pueblo bajo los animados acordes de la canción bubugao (“Un paso y otro hacia arriba”) y la representación en la pared más noble de la Ciudad Prohibida, vestigio de una época imperial a la que muchos temen que China regresa. Quince minutos bastaron para lapidar casi cuatro décadas de controles en el partido designados para evitar los errores del pasado. “Puedo anunciar que las propuestas de enmiendas de la Constitución de la República Popular de China han sido aprobadas”, dijo el portavoz. “Levantemos alto el estandarte del socialismo con características chinas a través del estudio y la aplicación del Pensamiento de Xi Jinping”, añadió. También fueron aprobadas la inclusión del ideario del presidente en la Carta Magna y la creación de comisiones para investigar a miembros del partido y funcionarios, dos propuestas del partido enviadas al Parlamento para su rutinario trámite.

El partido confiaba en que la genética apolítica de su pueblo y el apoyo masivo que genera Xi evitaría las críticas y se equivocó. El sistema político chino está tan alejado de la democracia occidental como de las dictaduras bananeras. Prevé contrapesos de poder, las diferentes facciones necesitan negociar y ceder para tomar las decisiones de forma colegiada entre bambalinas e impera una cierta meritocracia, con un porcentaje de miembros con formación científica en el Politburó que supera a cualquier consejo de ministros del mundo. Es un sistema que Pekín califica de democracia de consenso y del que los chinos se sienten cómodos e incluso orgullosos si, además, ha proporciona décadas de crecimiento económico y estabilidad social. Pero esta involución al absolutismo de aroma norcoreano está reñida con cualquier pretensión de modernidad y ha empujado a muchos que mostraban un olímpico desinterés político a la sorpresa y la indignación.

Bases del partido

Entre los más beligerantes están los sectores liberales y los jóvenes con contacto con el exterior. Pero también tipos tan poco sospechosos como Li Datong, antiguo director del oficialista Diario de la Juventud. “Esto puede destruir China y al pueblo chino” clamó en una carta pública. Li recuerda que sólo Mao y los emperadores reinaron hasta su muerte y las consecuencias fueron desastrosas para el país.

Pekín se ha esforzado en las últimas semanas en censurar las redes sociales y defender la decisión con ahínco en los medios oficiales. Las bases del partido y líderes provinciales la pedían a gritos según unas encuestas nunca desveladas, Xi necesita más tiempo para conducir China a la grandeza prometida y urgía armonizar el cargo con los de la presidencia del partido y de la Comisión Militar que ya ostenta, se ha leído estos días en editoriales entusiastas.

Deng Xiaoping, el clarividente arquitecto de las reformas, juzgó que los desmanes maoístas nacieron en el desaforado poder que acumuló el Gran Timonel y trasladó el foco del líder al partido. Cada presidente fue más débil que el anterior y es el Comité Permanente el que dirige el rumbo. Xi ha terminado con esa fórmula de “primero entre iguales”. No hay que temer, sin embargo, los frecuentes augurios apocalípticos de Occidente que ven la llegada de episodios traumáticos como la Revolución Cultural o el Gran Salto Adelante. Cuesta creer que una sociedad más moderna, educada y cosmopolita que la maoísta se deje arrastrar por esos desvaríos.

Vertical y leninista

Pero sí será un modelo más centralizado, vertical y leninista, juzga Scott Kennedy, sinólogo del Centro de Estudios Internacionales Estratégicos. “Xi ha contribuido a la restructuración económica, reducido la corrupción e incrementado la influencia global china, pero también a problemas como la inestabilidad interna por las restricciones a la sociedad civil y ha extendido el miedo que impide a los funcionarios revelarle las malas noticias o corregirle cuando se equivoca”, señala.

Las ventajas y los inconvenientes son claros: agilizará la actuación de un Gobierno anteriormente lastrado por la pugna de clanes, por un lado, e impedirá la oposición a decisiones perjudiciales del presidente, por el otro. La certeza es que Xi galopa sin bridas para completar su sueño de que China se convierta en 2049, un siglo después de que Mao declarase el nacimiento de la república, en una gran potencia.