VIAJES SIN RETORNO

Los muertos sin nombre del sueño americano

Frontera mexicana

Frontera mexicana / periodico

RICARDO MIR DE FRANCIA / TUCSON (ARIZONA) ENVIADO ESPECIAL

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En las rutas de la inmigración ilegal a Estados Unidos hay pocos lugares tan inhóspitos como el desierto de Sonora, un pedregal de cactus esculturales y lomas peladas que comunica México con el sur de Arizona y California. En pleno mes de octubre, los días son hornos a 35 grados. Las noches, mortajas titilantes. Por aquí se camina de noche para evitar a la ‘migra’, como se conoce a la Patrulla Fronteriza, que vigila las rutas con vehículos, drones y detectores térmicos. Los viajes pueden durar semanas y, estos días, casi nadie se aventura solo. La inmigración ilegal es monopolio de los cárteles mexicanos. Como dice la canción: sin ‘coyote’ no hay aduana.

Cruzar la frontera suele ser lo más fácil; lo difícil es llegar a destino. Atravesar el desierto como una sombra hasta alcanzar el punto convenido. Que aparezca la furgoneta y te lleve a un piso franco en Tucson o Phoenix, las grandes ciudades de Arizona. Que el traficante cumpla con lo pactado y te ayude a llegar hasta Chicago o Seattle. Irónicamente, es en estos caminos desolados donde todavía le queda mística al sueño americano, cuyo declive ha arrojado a millones de estadounidenses en brazos de Donald Trump. Pero muchos no viven para contarlo. Estos andurriales son un cementerio de huesos y cuerpos momificados, de vidas ignoradas en el debate sobre la inmigración y los discursos de campaña. Un inmigrante muere cada día en la frontera. 365 al año.

“Es un desastre a gran escala y prolongado en el tiempo. Como si todas las semanas hubiera un accidente de avión, pero nadie supiera la identidad de los pasajeros”, dice Reyna Araibi, cofundadora del Centro de Derechos Humanos Colibrí, una organización que se dedica a identificar a los fallecidos y a buscarlos en el desierto cuando se extravían. No siempre fue así. Hasta 1999, el número de fallecidos en este condado de Pima (Arizona), uno de los 23 condados fronterizos del país, registró una media de 12 muertos al año. Pero esa cifra que se ha disparado desde entonces a los 163 anuales, una sangría que se atribuye a la fortificación de la frontera.

CÁMARAS E INFRARROJOS

Desde mediados de los noventa, vallas de acero blindaron los lugares poblados. Se colocaron cámaras, infrarrojos y se redoblaron las patrullas. “La idea del Gobierno era hacerlo muy peligroso para que los inmigrantes dejaran de venir. Entendían bien lo mortíferas que estas políticas iban a ser”, dice Araibi. La disuasión no funcionó. En su lugar, las rutas se trasladaron desde las zonas habitadas de California y Tejas a los desiertos inclementes de Arizona. Este condado de Tucson pasó a ser el más transitado de los 3.100 kilómetros de frontera, según un estudio del Binational Migration Institute. También, el más letal.

El desierto no perdona. Es brutal y no discrimina. Cuando el inmigrante se deshidrata o sufre un golpe de calor, vomita. “A menudo el grupo lo deja atrás y queda a merced de los carroñeros. Es una muerte muy dolorosa. Los médicos la describen como si tu cuerpo se cocinara por dentro. En solo un día, algunos cuerpos se vuelven irreconocibles por la voracidad de los animales y los elementos” explica Araibi. Buitres, coyotes, águilas y jabalíes pueblan estos montes. Hambre nunca falta.

Generalmente, son cazadores, trabajadores humanitarios o la Patrulla Fronteriza quien encuentra los cadáveres. La gran mayoría son mexicanos, seguidos por los centroamericanos. Unos pocos son niños, algunas mujeres. “A la hora de identificarlos, depende mucho de la condición de los cuerpos”, dice Gregory Hess, forense del condado de Pima. Algunos llegan a sus dependencias desmembrados o descompuestos y es muy complicado determinar cuestiones tan básicas como el sexo del fallecido. Cualquier detalle ayuda a identificar a los cuerpos. Marcas corporales, tatuajes, la ropa que llevaban... La documentación por sí sola no sirve porque muchos viajan con carnés falsos.

Luego comienza un trabajo detectivesco al que se suman los consulados y oenegés como Colibrí, que cada día recibe hasta una veintena de llamadas de familias que no saben nada de los suyos desde la última vez que contactaron con ellos para avisarles de que iban a cruzar la frontera. Hace una semana había 2.500 casos abiertos de inmigrantes perdidos en el desierto. “Históricamente, la mayoría muere por exposición a los elementos: golpes de calor, hipotermia, deshidratación”, dice el doctor Hess. Los decesos por violencia, accidentes o envenenamiento son contados.

CRUCES ANÓMINAS

El 65% de las víctimas se acaba identificando. Víctimas como María Peña, el nombre ficticio de una boliviana de 36 años que salió de su país en junio de este año. Un mes después habló con su hermano para decirle que ya estaba en México y que cruzaría la frontera tres días después. Por el camino enfermó y, aunque alguien del grupo consiguió pedir ayuda a la Patrulla Fronteriza, los agentes no llegaron a tiempo. Murió en brazos de su esposo. En la bolsa llevaba enseres de aseo. 

Entre los matojos del desierto despuntan cruces anónimas, levantadas por voluntarios para recordar a los fallecidos. Otras organizaciones, como Samaritans, dejan bidones de agua y latas de comida en los recodos de las rutas más transitadas. Pequeños gestos de humanidad en este erial de escorpiones.

En esta campaña presidencial, se ha hablado mucho de la inmigración, pero nadie ha mencionado a los muertos de la frontera. Si en el Mediterráneo son cifras, aquí no son nada. Invisibles. “Nunca se habla del coste humano de estas políticas, ni siquiera entre las organizaciones que analizan la inmigración”, dice Araibi desde Colibri. “La razón para mí es que hay mucho racismo y ha calado la narrativa de que los inmigrantes son criminales”. Esos "criminales" de los que Trump tanto ha hablado, los muertos sin nombre del sueño americano.