La guerra perpetua: el legado del 11-S

El marine Kirk Dalrymple mira como cae la estatua de Sadam Husein el día de la caída de Bagdad.

El marine Kirk Dalrymple mira como cae la estatua de Sadam Husein el día de la caída de Bagdad. / periodico

RICARDO MIR DE FRANCIA / WASHINGTON

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A finales de 1962, casi dos años después de llegar a la Casa Blanca, un periodista le preguntó a John F. Kennedy si su experiencia como presidente había estado a la altura de sus expectativas antes de asumir el cargo. Para entonces, el demócrata había ordenado ya la desastrosa invasión de Bahía de Cochinos y se había enfrentado a la partición de Berlín y la crisis de los misiles en Cuba. Kennedy dio una respuesta que no ha perdido vigencia más de medio siglo después. “Los problemas son más difíciles de lo que había imaginado”, respondió, así como las limitaciones de Estados Unidos para resolverlos. “Es mucho más fácil hacer discursos de lo que es al final tomar las decisiones”.

Ese podría ser el epitafio de la política antiterrorista de Barack Obama, el hombre que se propuso desmantelar el legado bélico de su predecesor y el abrasivo aparato de seguridad creado por la Administración Bush tras los ataques del 11-S. Sus aspiraciones han chocado demasiado a menudo con la realidad. La invasión de Afganistán y, especialmente la de Irak, generaron una explosión del islamismo radical como no se había visto desde 1979 con la Revolución Islámica en Irán y la ocupación soviética de Afganistán. Esa oleada de solidaridad yihadista arraigó gracias a la miope o deliberada destrucción estadounidense de las estructuras del Estado en Irak, según se interprete. Primero bajo el liderazgo de Al Qaeda y, después del Estado Islámico, la metástasis de los barbudos abrió frentes en todo Oriente Próximo y más allá de la región, perpetuando la “guerra contra el terror” con la que Obama prometió acabar.

“Obama trató de poner control y límites a una situación que, sin embargo, escapa a la capacidad de los estados nación para controlarla”, asegura en una entrevista Karen Greenberg, experta en seguridad nacional y autora de ‘Rogue Justice’, un libro sobre la creación del aparato de seguridad posterior al 11-S. “La guerra que vimos en el siglo XX ha sido suplantada por otra nueva guerra polifacética, difusa y no definida por las fronteras”.

Obama ha cambiado el modo y las formas de hacer la guerra. Cuando llegó a la Casa Blanca había cerca de 200.000 soldados estadounidenses entre Afganistán e Irak, país del que se retiraron temporalmente. Hoy hay cerca de 15.000, más dedicados a las misiones de apoyo y formación que a liderar el combate. También ha alterado la semántica, pero es difícil aceptar que el conflicto heredado del 11-S haya pasado a mejor vida como proclamó Obama en 2013. “No debemos definir nuestros esfuerzos como una eterna ‘guerra global contra el terror’, sino más bien como una serie de esfuerzos persistentes y selectivos para desmantelar las redes de extremistas violentos que amenazan a EE UU”.

Es un juego de palabras. En solo tres días, durante el pasado fin de semana, EE UU lanzó 45 ataques contra el Estado Islámico en Irak y Siria. Bombardeó la ciudad libia de Sirte; mató con drones a seis presuntos miembros de Al Qaeda en Yemen; y golpeó también desde el aire a los talibanes en Afganistán y a Al Shabab en Somalia. Los estadounidenses están cansados de la guerra, pero pocos divisan alternativas al escenario actual y además están dispuestos a tolerarlo porque ya no llegan oleadas de ataúdes a la base aérea de Dover como en los años de Vietnam.

Con la profesionalización de Fuerzas Armadas, hoy sirven en el Ejército menos estadounidenses que en cualquier otro momento desde la segunda guerra mundial. La guerra se libra en gran medida por control remoto, a base de unos drones que se han expandido increíblemente desde que Obama llegó al poder, por lo que mueren pocos norteamericanos. Y buena parte del trabajo lo hacen empresas privadas que quedan fuera del escrutinio público desde que la Administración Bush privatizara el negocio de la Defensa.

Su oscura arquitectura de seguridad sigue en gran medida en pie y, con ella, unas libertades civiles cercenadas a la baja. “Obama acabó con la tortura en los interrogatorios y el espionaje es hoy menos intrusivo, así que se han hecho algunos progresos”, sostiene Greenberg, que alude además a los pasos para cerrar Guantánamo y reducir su población. Pero también es cierto que en el penal cubano persiste la detención indefinida; se ha mantenido el grueso de los programas de espionaje, y ha explotado el número de asesinatos extrajudiciales.

Los defensores de las políticas de la “guerra contra el terror” podrían argumentar que EE UU no ha vuelto a sufrir desde el 11-S un atentado a gran escala. Pero muchas de esas políticas han sido desacreditadas por los estudios de las agencias gubernamentales. “Las cosas más ilustres como la tortura y la recolección masiva de datos no sirvieron para nada y Guantánamo ha resultado ser una pesadilla logística”, dice Greenberg. “Lo que nos ha mantenido seguros es la mejora de la inteligencia, estrategias militares más sensatas y una mejor coordinación policial”. El mundo es otra cosa: pocos discutirán que se ha convertido en un lugar menos seguro.