DRAMA HUMANITARIO

Passau, donde empieza el sueño

CARLES PLANAS BOU / PASSAU

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La ciudad alemana de Passau se levanta con el cielo gris. Estudiantes y turistas transitan entre edificios barrocos. En la estación de tren, por la puerta trasera, la policía acompaña a un grupo de una veintena de refugiados hacia las furgonetas que les llevarán hasta la comisaría para registrarlos. Los mayores cargan con bolsas mientras los niños miran a su alrededor desconcertados. Por fin han llegado a su meta, Alemania.

Passau, apodada la ciudad de los tres ríos por la confluencia del Danubio, el Ilz y el Eno, se ha acostumbrado históricamente a ser golpeada por las riadas. La oleada que ahora llama a sus puertas es humana. Entre 500 y 700 refugiados llegan cada día a esta pequeña localidad bávara situada en la frontera con Austria, uno de los puntos de entrada más desbordados de la ruta al oeste de los Balcanes. Solo en agosto 17.500 personas llegaron tras meses de duros viajes por el sur de Europa a la ciudad a la que muchos han bautizado  como la Lampedusa alemana. Es una ciudad calmada y silenciosa, pero marcada por la presencia de rostros extranjeros. Passau es el punto de llegada de los refugiados. Aquí podrán pedir asilo, recibir la ayuda del Gobierno y empezar una nueva vida. Alemania es la última parada de su particular odisea.

En bosques

Muchos de ellos llegan a la ciudad transportados por traficantes que se aprovechan de su desesperación. Passau podría haber sido el destino de los 71 refugiados muertos por asfixia que fueron hallados en un camión frigorífico la semana pasada en Austria.

Una vez cruzada la frontera austriaca, en Alemania los refugiados son abandonados por los traficantes en los bosques o incluso en la carretera. Según apunta Thomas Schweikl, jefe de relaciones públicas de los agentes federales, la policía ha detenido e identificado hasta ahora a unas 250 personas que participaban en esas mafias.

Aunque la mayoría de los refugiados provienen de países desolados por la guerra como Siria o Irak, la crisis migratoria recuerda que África también existe. Watol huyó de Etiopía perseguido. «Si no piensas como el Gobierno te miran como si fueras un terrorista», cuenta. Con media sonrisa, recuerda que hace dos meses le concedieron el permiso de asilo político y que eso le permitirá traer a su familia aquí. Aún así, se muestra cauto y pide que no se le fotografíe el rostro por miedo a las represalias. «El Gobierno tiene espías y no quiero que los míos corran peligro», apunta.

Con todos sus ahorros Watol pudo pagarse un vuelo hacia Fráncfort, una suerte que no tuvo Abraham. Con un inglés atrofiado, este joven de 25 años explica que huyó de la dictadura de Eritrea por miedo a ser forzado a alistarse en el Ejército. Junto a su mujer cruzó Sudán del Sur, Sudán, el Sáhara y Libia, todos ellos países fracturados por la violencia y la penuria. Allí pagó 700 dólares para subirse a una patera que le traería a Italia. Abraham tampoco ha tenido suerte con el permiso de asilo, que aún espera. «A nadie le gusta vivir con las ayudas de 300 euros al mes del Gobierno, quiero un trabajo y mantener a mi familia», asegura. Ahora, con una hija a su cuidado, todo le resultará un poco más difícil.

Como voluntarios

Abraham y Watol conocen de primera mano la desesperación que empuja a los refugiados a huir de sus países y el miedo a no poder adaptarse en su nuevo hogar. Por eso colaboran en una organización que ayuda a los recién llegados mientras Passau se prepara para una nueva riada humana. «Vivimos como animales, nadie es feliz así y preferiría poder estar en mi país», cuenta Abraham con la mirada perdida. Watol tiene un poco más de esperanza: «Detrás de cada refugiado hay una razón. No hay que pensar en la nacionalidad, la religión o el color de la piel, sino en la humanidad».