HISTORIA DE UN CAUTIVERIO

Los que no pueden contarlo

y 5. Los rehenes asesinados

Marginedas rinde un homenaje, en el último capítulo de la serie, a los cautivos con los que compartió celda y que acabaron siendo asesinados: Unos esperaban la comida junto a la puerta, otros daban clases de yoga, otros ejercían de árbitro....

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MARC MARGINEDAS

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Diecinueve rehenes de sexo masculino procedentes de nueve países y culturas diferentes, encerrados durante meses en claustrofóbicos espacios que no superaban los 20 metros cuadrados, sin posibilidad siquiera de salir a tomar el fresco, con hambre permanente y sometidos a una constante presión psicológica física que incluía la posibilidad de perder la vida, constituye una dura prueba para las capacidades de convivencia de cualquier individuo. Hubo momentos de gran tensión, pero también coyunturas brillantes, en las que los presos lograban hasta olvidarse de su condición de cautivos, estallando en oleadas de carcajadas. Y sobre todo, había quien, gracias a su carácter afable y su gran capacidad de interlocución, conseguían mantener un consenso que, en ocasiones, tan solo se sujetaba con alfileres.

James Wright Foley, primero de los cautivos estadounidenses decapitados por 'los Beatles', era de los rehenes que gozaba de la aprobación general. A media mañana o a primera hora de la noche, cuando se acercaba la hora del desayuno o la cena, las dos únicas comidas que se nos suministraba al día, se colocaba siempre junto a la puerta de la celda, a la caza de aquellos sonidos que identificábamos con la próxima llegada del alimento: portones de acceso al exterior abriéndose, bolsas de plástico rompiéndose o cucharones friccionando con peroles de sopa. "Shhhh, its sounds good" (¡callaos! suena bien), nos susurraba cuando oía ese murmullo que indicaba que la comida se iba acercando. Una parte importante del cautiverio la pasamos en una cárcel donde ocupábamos la última celda de un largo pasillo, y podía transcurrir una media hora larga entre que oíamos los primeros sonidos de alguien merodeando por los aledaños y repartiendo víveres hasta el momento en que se abría el portón de metal.

Las clases de yoga que dirigía muchas mañanas Steven Joel Sotloff, el segundo de los cautivos asesinados, eran una de las válvulas de escape que tenía la comunidad de rehenes para aliviar tensiones y crear complicidades. Steven era el mejor paradigma de que las apariencias físicas pueden engañar. Porque ese corpachón con aspecto de treintañero zampabollos y problemas de sobrepeso en realidad albergaba a un curtido deportista que había jugado a muchos de los deportes que se pueden practicar en la secundaria y la universidad de su país: béisbol, rugbi, fútbol y fútbol americano, entre otros. Al tratarse de un heterogéneo grupo formado por varones de diversas edades, Steven formó tres o cuatro clases, de acuerdo con la pericia y flexibilidad de cada uno de nosotros. Los de mayor edad, como yo, fuimos incluidos en el grupo de los old farts, es decir, los viejos pedos, una expresión que suena mucho mejor en inglés que en castellano. Y gracias a aquel maestro yogui circunstancial venido de Miami, muchos de nosotros forzábamos nuestra flexibilidad hasta el extremo, antes de posicionarnos en un estado de tranquilidad espiritual armonía que nos permitía afrontar con mejor disposición el hambre y las privaciones del día.

El pilar del grupo

El pilar del grupoDavid Cawthorne Haines, el tercero de los cautivos decapitados por el EI, era uno de los pilares sobre los que se sustentaba la armonía del grupo. Inspiraba un gran respeto y era una fuente de autoridad moral cuando surgían diferencias de opinión sobre temas como el trato que debíamos tener con los guardas o los secuestradores o la organización de la intendencia en receptáculos donde dormíamos, vivíamos y comíamos. Sus decisiones tenían, en aquel cerrado entorno que albergaba a 19 individuos de edades, culturas y prioridades muy distintas, el peso de una sentencia judicial. David, un cooperante con gran corazón, pasó enfermo gran parte del tiempo que estuvo entre rejas, con un problema estomacal que le obligaba a acudir al lavabo casi una decena de veces al día. En varias ocasiones, pensamos que acabaría muriendo dada su incapacidad de digerir con normalidad la poca comida que se le suministraba. Sus problemas tenían como origen el maltrato que padeció durante la primera parte de su cautiverio.

Alan Henning, el cuarto rehén asesinado por los extremistas, que había venido a Siria tras emplear sus ahorros en comprar una ambulancia con la que socorrer a las víctimas de los bombardeos del régimen de Bashar al Asad, pasó los primeros días de su encarcelamiento sin saber a ciencia cierta qué es lo que estaba sucediendo. Alan tenía un perfil muy diferente al de los demás cautivos: no trabajaba ni como periodista ni como cooperante, y por tanto, parecía desconocer que entre las diferentes facciones rebeldes pudiera haber quienes no vieran con buenos ojos la presencia de extranjeros que tan solo pretendían ayudar. Ni siquiera era capaz de entender el significado del mono de color naranja con el que se vestía. «Míralo, no sabe dónde está», me comentó uno de los rehenes al día siguiente de ser introducido en nuestra celda, hacia finales de diciembre del 2013.

Peter / Abdul Rahman Kassig, un joven estadounidense de Indiana de 26 años, que regentaba su propia oenegé, fue el último de los cautivos con que compartí celda en ser asesinado. Su juventud, unido a sus cambios de humor, hacía que su cautiverio fuera para él una tortura psicológica. Nuestros captores lo trataban como un soldado debido a su paso por el Ejército estadounidense en Irak. Lo que olvidaban era que Peter renunció a su carrera militar alegando una enfermedad, y que nunca llegó a realizar un disparo.

Serguéi Gorbúnov, un ruso de origen tártaro, vivía en una confusión mental que le impedía entender lo que sucedía. Nadie, ni siquiera los secuestradores, lograron entender el motivo por el que un antiguo interno de un hospital penitenciario de Siberia acabara entrando en Siria. A diferencia de los demás rehenes asesinados, su ejecución, tras mi liberación, fue anónima, y con un método diferente al de los demás: un disparo en la sien.

James, Steven, David, Alan, Peter / Abdul Rahman y Serguéi permanecerán siempre como ejemplo de personas que entregaron su vida por un trabajo en el que creían, ya fuera para explicar al mundo exterior las atrocidades cometidas por las tiranías, ya fuera para paliar los devastadores efectos de un conflicto armado en la población civil.