testigo directo

Bhopal la Tercera generación envenenada

Treinta años después de la fuga de isocianato de metilo en una fábrica de pesticidas de la compañía estadounidense Union Carbide en Bhopal (India), que causó 25.000 muertos, 3.000 niños de los barrios afectados por el gas sufren hoy enfermedades físicas y psíquicas. La zona sigue contaminada y el Gobierno escatima las indemnizaciones. El autor de este artículo, periodista y politólogo, ha viajado hasta allí y cuenta las derivadas del desastre.

el estigma. Momazeed, de 11 años, sufre parálisis cerebral y deformaciones físicas. En la imagen, juega con otros niñosen el Centro de Rehabilitación Chingari Trust de Bhopal.

el estigma. Momazeed, de 11 años, sufre parálisis cerebral y deformaciones físicas. En la imagen, juega con otros niñosen el Centro de Rehabilitación Chingari Trust de Bhopal.

VÍCTOR OLAZÁBAL

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Umer tiene 4 años. Los huesos de sus piernas son muy débiles, no se sostiene de pie. El gas de Bhopal atrapó a sus abuelos en 1984. El padre de Umer nació con problemas físicos y ahora él, la tercera generación, los hereda. Oficialmente no es una víctima de aquella catástrofe industrial. Pero lo es.

En esta ciudad del centro de la India muchos bebés siguen naciendo con ese sello. Su destino se escribió hace 30 años. La madrugada de aquel 3 de diciembre un escape de gas en la planta de pesticidas de la empresa Union Carbide inundó las calles de una nube tóxica que no dejó títere con cabeza. La cifra de muertos asciende en la actualidad a 25.000, según las asociaciones de víctimas. Hubo más de 500.000 afectados. A día de hoy, unas 150.000 personas siguen pagando las consecuencias de uno de los peores desastres industriales de la historia.

Entre ellas, los niños. Menores que no vivieron esa tragedia pero que han contraído la deuda, bien porque sus familiares se vieron sumergidos en el gas aquella noche, o bien por el contacto con el agua contaminada que, durante todo este tiempo, ha seguido llegando a las casas cercanas a la fábrica abandonada, hoy frecuentada por jóvenes que juegan al críquet en sus alrededores. Union Carbide vertió durante años residuos tóxicos en tres estanques en los que el líquido se filtró al suelo, contaminando el terreno y llegando hasta los suministros de agua de la ciudad. El resultado para adultos y pequeños es dramático: enfermedades crónicas, aparición de cánceres, defectos de nacimiento, problemas de estómago y riñón, desórdenes ginecológicos... la lista parece no tener fin.

Solo una clínica atiende de manera gratuita a estos niños que no son reconocidos por el gobierno como víctimas de lo sucedido. Es el Centro de Rehabilitación de Chingari Trust, situado a menos de un kilómetro de la fábrica. A él acuden las familias que no pueden pagar el tratamiento médico ni la educación especial de los centros privados. Y en Bhopal son muchas familias, ya que la planta de pesticidas estaba situada junto a los barrios más pobres de la ciudad. «Todos vienen de los slums, ni siquiera tienen casas adecuadas. Así los padres se van a trabajar y dejan aquí a los niños para que sean tratados», cuenta Rashida Bee, una de las fundadoras del centro.

Chingari recibe niños de hasta 12 años, sin distinción de casta, religión o género. Es mediodía y el aula está revolucionada, como cada día. Dos maestros tratan de apaciguar el caos desatado por 10 menores. Se esfuerzan en conseguir que se concentren en lo que tienen delante, ya sea un folio y un lápiz, una estructura desmontable o un ejercicio de números. Mientras tanto, en un cuarto insonorizado, una terapeuta trabaja con niños que nacieron sordomudos o con severos problemas de audición. Es el caso de la revoltosa Panu, de 9 años, que entiende todo sin escuchar nada. En esa sala, ajena al omnipresente ruido de India, «los niños pueden identificar los sonidos concretos uno por uno», dice Tabish, que lleva 3 años trabajando en el centro.

A Chingari llegan cada día 200 niños. La mayoría nacen con parálisis cerebral, autismo, deformaciones físicas o múltiples discapacidades. La fisioterapeuta Zeba explica que Umer, el chico de 4 años, hace tres meses que va para rehabilitar sus piernas y que necesitará por lo menos otros seis más. «Él utiliza sus manos bien, pero se cae al andar y no puede correr», dice. Tiene esperanza en poder conseguirlo, como tantos otros lo han hecho. «Tenemos niños que han venido arrastrándose y que han salido caminando. No es un proceso de uno o dos días. Hay casos que llevan años», afirma Tabish. El objetivo es hacerles independientes.

Esa independencia se fomenta también con el deporte. En Chingari, un monitor practica con los menores baloncesto, fútbol y bádminton para desarrollar su psicomotricidad. Sifon es un joven musulmán muy alto pero tiene malformaciones en piernas, brazos, manos y pies fruto de una parálisis cerebral. No necesita bastón, pero a veces pierde el equilibrio. Lanza mal a canasta, pero mejora tras las correcciones del profesor, demostrando que entiende y asimila sus indicaciones. Disha, el jefe del equipo de fisioterapia, se muestra orgulloso del trabajo que hace: «Los niños no se pueden sentar, no pueden andar y no pueden hacer cosas que hacen el resto de niños y eso es muy triste. Me hace feliz ver que de repente pueden hacerlo».

 

la situación empeora.  En el 2004, Rashida Bee y su compañera Champa Devi Shukla recibieron un premio de 100.000 euros por su activismo. Dos años después el centro abrió sus puertas. «Habíamos visitado los slums y encontramos cantidad de niños discapacitados que vivían allí. Nos imaginamos lo difícil que sería para sus familias conseguir medicamentos, así que decidimos donarlo todo para crear esta organización», relata Bee. Esta mujer, que en 1984 trabajaba como esclava liando cigarrillos, sobrevivió al gas. Recuerda que no podía abrir los ojos del dolor. Sentía que la nube tóxica le quemaba el cuerpo. Devi pudo escapar porque un vecino la despertó nada más producirse el escape. No puede borrar la imagen de la gente corriendo y gritando: «Dios, tráeme la muerte».

Ahora acuden a los slums a buscar niños afectados, porque no todas las familias conocen el centro. Tres furgonetas de la asociación vienen y van para transportar a quienes no pueden llegar hasta la clínica. «La situación económica de los  padres de un niño discapacitado se complica. Si se quedan en casa cuidándolo, no ingresan dinero. Viniendo aquí, pueden ir a trabajar», afirma Bee.

«Cada vez hay más casos de tercera generación», dice Devi. Hace cinco años, Chingari atendía a 300 niños. Ahora hay registrados más de 700, y otros 200 están en lista de espera. En la sala de fisioterapia, una mujer musulmana, no mayor de 25 años, cuenta que tiene dos hijas, una sana y otra con parálisis cerebral, y que cruza los dedos para que a su siguiente bebé no le pase nada.

Según informes médicos, los defectos congénitos en las zonas afectadas son siete veces superiores a las tasas en el resto de la ciudad. Y 10 veces más a las del resto de la India. Los estudios muestran que 3.000 niños sufren deformaciones en los barrios contaminados y que los hijos de los padres expuestos al gas tienen mayor probabilidad de ser más bajos, pesar menos y padecer desórdenes.

Por la tarde, Tarun Thomas, el administrador del centro, hace cuentas en su despacho. Chingari se financia con donaciones de particulares y, sobre todo, a través de la organización Bhopal Medical Appeal. «El trabajo del gobierno en este tema es insignificante. Podría crear una gran institución para acoger a más niños, con mejores recursos que nosotros, pero no lo hace», lamenta.

Las organizaciones de afectados exigen al gobierno que presione a Dow Chemical, la empresa que compró Union Carbide en el 2001, para que limpie la zona que todavía sigue contaminada. Quieren que la compañía estadounidense asuma su responsabilidad y sea juzgada. También reclaman más indemnizaciones. La mayoría de víctimas solo recibió 325 euros, una cifra que consideran insuficiente para afrontar toda una vida. Recientemente, el gobierno anunció que aumentaría esa cantidad y que realizaría un recuento de afectados, una decisión celebrada por los supervivientes, aunque reina un cierto escepticismo después de todo este tiempo.

Entretanto, en el centro de Chingari la vida sigue. A las dos de la tarde, una de las voluntarias pasa lista en el pasillo, donde esperan sentadas madres e hijos. Todos rezan y cantan antes de comer. Y, de fondo, la pregunta eterna que se hace la organización a la que aún no encuentra respuesta: «¿Por cuánto tiempo más la gente de Bhopal tendrá qué pagar por un desastre que ocurrió antes de que nacieran?».