Ahron Bregman: "Los israelís, de manera errónea, se consideran víctimas"

Valle de Lod, Israel, 1958. Reside en Londres. Politólogo y ensayista.

Ahron Bregman, en el CCCB,donde el pasado jueves participó en el ciclo 'Sota setge'.

Ahron Bregman, en el CCCB,donde el pasado jueves participó en el ciclo 'Sota setge'.

NÚRIA NAVARRO

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Nació y creció en Mishmar Hashivá, un pequeño ‘moshav’ (cooperativa agrícola) cerca de Tel Aviv. Salió de allí a los 18 años para hacer el servicio militar. En 1978 participó en la ‘operación Litani’ y en 1982, en la guerra del Líbano. Estudió Ciencias Políticas en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y trabajó como asistente en la Knéset (el Parlamento israelí).  Tras la primera intifada, decidió no prestar servicio en los territorios ocupados y emigró a Inglaterra. Está adscrito al departamento de Estudios de Guerra del King’s College de Londres, es autor y productor de documentales para la BBC y ha firmado una docena de ensayos sobre Oriente Próximo e Israel.

Bregman tenía 9 años cuando Israel ocupó la Franja de Gaza, los Altos del Golán, Cisjordania y Jerusalén oriental. Diez años después, era un militar israelí que, patrullando por las calles de Gaza, comprendió que él era el «ocupante». Apenas una década más tarde, ya como capitán en la reserva, sintió que no podía pasar un minuto más en un Estado que atropellaba «de forma brutal» a los palestinos. Se instaló en Londres y ahora firma La ocupación (Crítica), la más completa historia de las cuatro décadas del conflicto. 

–Pocos compatriotas suyos toman una determinación tan radical.–En 1987, cuando empezó la intifada, yo estaba en Katmandú. Vi en la prensa la imagen de un soldado golpeando con la culata a un palestino y envié una carta al diario Haaretz en la que acusaba a los israelís de cometer los mismos crímenes brutales que otros pueblos cometieron contra los judíos. Al volver declaré a un amigo periodista que si el Ejército me reclamaba para prestar servicio en los territorios ocupados, me negaría, y lo publicó. Eso era absolutamente inaudito en aquellos años.

–Era dar la espalda a su pueblo.

–Todavía les cuesta entender que un soldado profesional que estuvo en la guerra del Líbano y que pertenece a nueve generaciones nacidas en Israel –«la sal de la tierra»– les diga que la ocupación es horrible y que hay que salir de allí. Pero, créame, si es difícil escuchar lo que digo, todavía lo es más el decirlo. Alzar la voz me acarreó muchísimo aislamiento. Mi familia y mis amigos reaccionaron muy mal.

–Al partir hacia Inglaterra, en 1989, ¿no abrigaba ni una duda?

–Cogí aquel vuelo sin estar seguro de hacer lo que debía. Fue una decisión visceral, no racional. Solo sentía que debía irme. Veinticinco años después, siento y pienso que tomé la decisión correcta. Entonces fui el único, ahora somos más.

–No muchos.

–En el 2002, 27 pilotos publicaron una carta negándose a volar en misiones sobre Gaza después del asesinato de 14 civiles. Y la semana pasada 43 reservistas de la Unidad de Inteligencia 8200 enviaron otra carta al primer ministro Netanyahu expresando su rechazo a participar en acciones contra la población palestina.

–Usted formula la siguiente pregunta: «¿Cómo una nación que ha sufrido persecución y muerte actúa de forma tan cruel cuando tiene el poder?». 

–Esa pregunta ha provocado la ira en mucha gente, como también la afirmación de que la ocupación es una mancha negra en la historia judía.

–Pero no la responde en el libro. ¿Lo intenta aquí?–Creo que los israelís, de manera errónea, se consideran víctimas, y que el Gobierno exagera enormemente las amenazas. El «tenemos que atacar para defendernos» ha calado, y no se dan cuenta de que, demasiado a menudo, son los atacantes. La realidad es que la política aplicada por Israel ha sido el motor de la radicalización de los palestinos. En este último episodio del conflicto, Hamás no tenía otra opción que atacar. Gaza estaba bajo sitio, los egipcios cerraron la frontera sur, no había suministros. 

–Cuesta entender que no se den cuenta de su supremacía.

–Seguí esta última guerra en Londres a través de la televisión israelí y de Al Jazeera, simultáneamente. Los israelís mostraban a conciudadanos corriendo hacia los refugios y casas agujereadas por cohetes lanzados desde la Franja, pero no veían las imágenes de las 4.000 casas arrasadas en Gaza ni los niños muertos, que yo sí veía en Al Jazeera. Hace poco, en una charla, empleé la comparación con Hiroshima. Sabía que tendría que pedir disculpas, pero la empleé para sacudir conciencias.

–A usted no le hizo falta que se la sacudieran, insisto.

–A pocos alemanes se les ocurrió esconder judíos durante el Holocausto. Creo que la reacción tiene mucho que ver con la estructura del alma. 

–¿Se la estructuró la familia?

–Es gente de izquierdas, pero mi reacción es personal. Un día mi madre había quedado con unos amigos en un restaurante especializado en caviar de Tel Aviv. Por el camino, sonaron las sirenas y tuvo que correr al refugio. Al quejarse por la adversidad, le contesté: «Mamá, tú has perdido el caviar, pero aquí al lado hay gente que lo ha perdido todo». Se enojó.

–¿Cómo acabar de una vez por todas con el conflicto?

–La solución pasa por dos estados. Y para eso son necesarios dos requisitos. El primero es una presión internacional masiva que empuje a Israel en esa dirección, incluido el boicot a los productos y servicios que vienen de los asentamientos de Gaza y Cisjordania.

–Una medida así sería interpretada como antisemita.

–Quizá. Pero, aunque no lo admitan, la historia de Israel demuestra que solo se mueven bajo presión. Ocuparon el Sinaí y EEUU les hizo salir en 1957. Tras la primera intifada, la presión condujo al proceso de paz... Además, no hablo de los productos de Israel sino de lo que proceden de los territorios ocupados.

–Ha hablado de dos requisitos...

–También tiene que darse una nueva intifada no violenta. Imagínese que los palestinos se levantan por la mañana, se cubren con sábanas blancas y salen a las calles de Naplusa, Hebrón, Ramala, y difunden las concentraciones por Twitter. Cada día. Es el tipo de nueva guerra que deben hacer para obtener el 22% de sus tierras.

–Salpicadas de colonos israelís.

–El papel del mundo es detener el crecimiento de los asentamientos. Si esperamos 30 años no habrá posibilidad de separar los dos estados. En las unidades de infantería israelís cada vez hay más colonos con kipá. En el futuro, más militares tendrán el dilema entre ser leales al Ejército o a sus madres, padres y hermanos. 

–De momento, están previstas 1.200 nuevas viviendas en Cisjordania.

–Es urgentísimo detener eso. Verá, la manera que ha tenido Israel de atenuar el problema palestino es darles algo que no quieren perder. Eso ya lo entendió Moshé Dayán, ministro de Defensa en 1967. Agua, licencias, trabajo, electricidad, dinero, gestión de lo público. ¿Maquiavélico? Sí. Pero las personas felices no lanzan misiles contra sus vecinos.

–Eso es irrefutable.

–Pues si los israelís fueran inteligentes –no buena gente, solo inteligentes– intentarían darles algo que no querrían perder. Un Estado en el que estuvieran contentos, sin escamotearles ni un 1%. Tienen que interiorizar la siguiente lección de la historia: después de la primera guerra mundial, los europeos estaban tan descontentos con el tratado de Versalles que iniciaron la segunda guerra mundial. –Mientras asimilan la lección, jóvenes de Gaza se lanzan al mar.

–No creo que el fenómeno vaya a ser masivo. Primero porque no serán bien acogidos en Occidente, pero también porque tienen un fuerte espíritu de familia y de comunidad. Solo indica lo desesperada que es la situación allí. 

–Una situación... ¿de apartheid?

–Hay algunos elementos que recuerdan a Sudáfrica, por ejemplo, la existencia de carreteras solo para israelís. Pero no querría provocar más iras...

–¿Se ha atemperado con el tiempo?

–He pasado los últimos 25 años en un país liberal como Inglaterra, donde acabo de vivir un proceso ejemplar como el de Escocia. Después de 300 años juntos, las partes estaban resueltas a aceptar la división en dos estados. En Oriente Próximo no es viable porque hay un altísimo concepto de dignidad, del «tú has dicho esto» y «yo he dicho lo otro». Por eso es importante empujar. 

–Vivir juntos nunca fue posible.

–Yo me he separado de mi mujer y ahora somos los mejores amigos del mundo. Hay que separar los dos estados y luego, cuando cada cual se consolide, podrá ir uno a casa del otro, como ha ocurrido con Francia y Alemania. Y lo que digo no es el sueño de John Lennon, es algo práctico.

–Lo que décadas de diplomacia no han logrado. 

–Desde la cumbre de Madrid se han resuelto muchas cosas. Pero quedan un par de temas que reclaman valentía: Jerusalén y el derecho al retorno de los refugiados palestinos, una aspiración fijada en la conciencia colectiva (en los libros escolares aparece la frase: «El año que viene estaremos en Jaffa [corazón de la Palestina histórica]»). Los líderes palestinos saben que el retorno no es posible, porque las ciudades están arrasadas, pero si admiten eso, su gente los mataría. Arafat no se atrevió.

–Por cierto, ¿lo mataron los israelís?

–No tenemos la prueba. En los documentos secretos a los que pude acceder hay indicios que apuntan en esa dirección. Cuando lo sepamos, tal vez ya no tenga importancia.