Retrato del país

En busca de la identidad

La campaña 8 Un escocés pide que Escocia deje de estar gobernada por Londres, mientras se dirige a un acto independentista, en Edimburgo.

La campaña 8 Un escocés pide que Escocia deje de estar gobernada por Londres, mientras se dirige a un acto independentista, en Edimburgo.

XAVIER MORET

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A los escoceses no solo les gusta ser escoceses, si no que les gusta presumir de ello. Ahora bien, no suelen ponerse de acuerdo cuando se trata de definir su identidad. Los hay que te hablan del kilt (la característica falda) y de las gaitas, mientras otros aluden al fascinante paisaje de lagos, montañas y castillos; algunos recurren al whisky y al haggis, y los más cultos citan la muralla de Adriano y William Wallace, o las novelas de Walter Scott y R.L. Stevenson. Visto lo visto, es quizás un libro de este último, El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, el que mejor define la dual identidad escocesa.

Hace unos años, gracias a una amiga escocesa, pasé una temporada en Collieston, un pueblecito de la costa este. En la antigua casa de pescadores, donde no faltaban los libros de Scott y Stevenson, tenía como vecinos a un almirante retirado y a un ornitólogo. El primero se pasaba el día oteando el mar; el segundo, quejándose del ruido de los helicópteros que se dirigían a las plataformas petrolíferas.

Pasé unos días tranquilos en Collieston, siempre pendiente de un tiempo acelerado en el que las tormentas se alternaban con un sol que desprendía una cálida luz nórdica. En las afueras del pueblo había una Farm Shop que consistía en una mesa llena de verduras y una caja metálica. No la atendía nadie. Cogías lo que necesitabas y dejabas el dinero en la caja. Según me dijo el dueño, nunca nadie robó nada. «Somos escoceses», añadió orgulloso.

Cerca de Collieston se levanta el castillo de Slains, donde dicen que se inspiró Bram Stoker para escribir su Drácula. Es una ruina junto al acantilado, pero ver asomar los muros entre la niebla sigue causando impresión, aunque se ajusta más al espíritu escocés el castillo de Dunnottar, donde se diría que aún ronda el fantasma de Macbeth, o el de Eilean Donan, escenario de varias películas.

Parlamento de Miralles

Viajé una cuantas veces a Edimburgo desde Collieston. Recorrí la Milla de Oro, esquivé a miles de turistas, subí al castillo, visité la casa de Stevenson, repasé las novelas negras de Ian Rankin y me harté de ver gaiteros con falda que convertían la ciudad en un parque temático. Recuerdo que cuando visité el original Parlamento de Escocia, diseñado por Enric Miralles, mi amiga comentó: «Con un Parlamento así, no me extraña que algunos escoceses aspiren a un país independiente».

Glasgow es la otra cara de la dualidad escocesa. Aquí mandan la ciudad industrial, el modernismo de MacKintosh, la pasión por el fútbol y la visión nihilista de Trainspotting, de Irvine Welsh que, aunque ambientada en Edimburgo, se filmó en Glasgow. Fue en un concurrido pub de la ciudad donde alguien me dijo: «Olvídate de las ciudades si quieres captar la esencia de Escocia. Vete a las Highlands, a las Tierras Altas, y asiste a unos Highland Games. Allí está el meollo de nuestra identidad».

Le hice caso y emprendí un viaje de varios días por el norte. Circulé por estrechas carreteras provistas, cada pocos kilómetros, de passing places, admiré el verde omnipresente y frecuenté los pubs para beber cerveza y whisky, y para comer haggis (un embuchado de sabor fuerte que se sirve con neeps and tatties). Subí hasta lo alto del Ben Nevis (la cumbre de Escocia, de solo 1.344 metros), busqué sin suerte el monstruo del Loch Ness y me fui de excursión por la bella isla de Skye.

En Fraserburgh visité un faro impresionante y el museo adyacente, donde me enteré de que los antepasados de Stevenson habían sido hábiles constructores de faros. Quizás de allí le vino la inspiración para escribir La isla del tesoro. No muy lejos de allí, la Findhorn Foundation me mostró otra cara de Escocia, con un espíritu hippy y casas fundidas con la naturaleza.

Mis últimos días en Escocia coincidieron con la celebración de los Highland Games en Pitlochry. Fue una agradable sorpresa. En un campo de las afueras, entre cervezas, bailes y concursos de gaita, asistí a pruebas tan atávicas como el lanzamiento de piedra, tug of war (tirar de la soga) o tossing the caber (lanzamiento de tronco haciéndolo girar sobre sí mismo).

Me llevé una buena impresión de la esencia de Escocia, aunque lo mejor vino cuando, al final de los juegos, me encontré con que el coche no se ponía en marcha. Todo estaba cerrado en Pitlochry, pero la solidaridad de los vecinos se puso en marcha y vino un mecánico que consiguió arreglar la avería. Cuando le pregunté cuánto le debía, me contestó con una sonrisa: «Nada. Solo quiero que te lleves una buena impresión de los escoceses».

Me la llevé, por supuesto.