Ucrania, la trastienda de rusia

Putin, el tahúr que reta a Occidente

En esta historia no hay ni buenos ni malos. Los adjetivos rotundos de poco valen para calibrar lo que está sucediendo en Ucrania, donde el choque de intereses de Rusia con Estados Unidos y la Unión Europea ha resucitado los viejos fantasmas de la guerra fría. Sobre el tapete, el líder del Kremlin ha mostrado a las claras cuáles son sus cartas: el patio trasero no se toca.

Un miliciano de Maidán  daña un retrato de Lenin, el pasado 9 de abril.

Un miliciano de Maidán daña un retrato de Lenin, el pasado 9 de abril.

OLGA MERINO

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Para comprender lo que está sucediendo en Ucrania es preciso arrancar a la paleta hasta el último matiz del gris. Esta no es una historia de colores puros: ni los resistentes de la plaza de la Independencia de Kiev (el Maidán) son angelicales defensores de la libertad y un europeísmo de sociedades abiertas, ni los partidarios de Víktor Yanukóvich, el presidente derrocado en febrero y huido a Rusia, representan tan solo un autoritarismo oscurantista y rusófilo. Ni una cosa ni la otra. A menudo, la realidad se distorsiona en función de quien la explica, porque, como aseguraba Henry Kissinger, el gato más pardo de la diplomacia, «no se trata de saber qué es la verdad, sino de qué se percibe como verdad». O sea, de lo que cada quien pretende vender.

De entrada, podría decirse que Ucrania no existe. Es un Estado fallido, antinatural, construido sobre las arenas movedizas de la amalgama identitaria. Es más, numerosos historiadores y lingüistas coinciden en que el topónimo proviene del antiguo vocablo eslavo ukraina, que significa «tierras fronterizas». Y así, aunque la mayor parte de los habitantes del país son étnicamente ucranianos, los lazos con Rusia han sido tan estrechos a lo largo de la historia, sobre todo durante el periodo soviético, que al menos un tercio de la población es cultural y lingüísticamente rusa. A la compleja convivencia se suman, además, importantes minorías: cosacos, judíos, tártaros, moldavos.

A grandes brochazos geográficos, el país se divide en dos mitades, separadas por el río Dniéper: en el este y el sur, se concentran la industria pesada y la población rusófona, partidaria de estrechar la relación con Moscú, en contraposición con la orilla occidental, proeuropea y de idioma ucraniano. Solo faltaba en la maraña el capricho de Nikita Kruschev, quien en 1954 tuvo la ocurrencia de regalar a Kiev la península de Crimea, de mayoría y tradición rusas. Nadie imaginaba entonces que la Unión Soviética se sostenía sobre pies de arcilla frágil. 

Mapa inestable

Las coordenadas de Ucrania son el fruto envenenado del inestable mapa europeo. Sobre su fértil tierra negra se solapan tragedias como la guerra franco-anglo-rusa de Crimea (1854-56), el hundimiento de los imperios otomano y austrohúngaro, la persecución a muerte durante siglos de los judíos, la hambruna resultante de la colectivización agrícola decretada por la URSS, la invasión de Hitler, la deportación de los tártaros de Crimea en 1944, acusados por Stalin de colaboracionismo con los nazis… Escarbes donde escarbes, emerge dolor. Una geografía maldita. Solo entre 1932 y 1945 fallecieron 14 millones de personas en esa amplia zona entre dos imperios, el ruso y el alemán, que el historiador norteamericano Timothy Snyder ha bautizado con el término bloodlands: tierras bañadas en sangre que comprenden Ucrania, Bielorrusia, las tres repúblicas bálticas y una parte de Polonia. La historia tiende a olvidarse con demasiada facilidad.

En un mosaico de lealtades tan intrincado, cualquier salida de tono es susceptible de prender la mecha, como ha venido sucediendo en los últimos meses, desde que estalló la revuelta de Kiev. En una explicación demasiado simplista, se ha repetido hasta la saciedad que los «luchadores por la libertad» de Maidán contaban con la desinteresada protección de la Unión Europea y Estados Unidos, feliz de agitar el avispero de la región, mientras que el defenestrado Yanukóvich, el de la mansión con la grifería de oro, solo tenía el amparo del presidente ruso Vladímir Putin, el mismísimo satanás, un loco, la reencarnación de Stalin. Ni una cosa ni la otra. En este drama no hay santo alguno; si acaso solo villanos.

La plaza de Maidán no es un territorio virginal, en el que jóvenes idealistas han sacrificado sus vidas por la libertad, que también. Entre sus filas se han mezclado grupos ultranacionalistas, como Sector Derecha, de claros resabios antisemitas, y Svoboda (Libertad), que reivindica la retórica del ideólogo Iuryi Lypa, quien arguyó en su día que las «300 ovulaciones de cada mujer ucraniana y las 1.500 eyaculaciones de cada varón ucraniano son tesoros nacionales tan preciosos como el oro, el carbón o el petróleo». Reflexiones de hondo calado intelectual.

Timoshenko, princesa del gas

De la misma forma, la exprimera ministra Yulia Timoshenko, la de la trenza rubia a modo de corona capilar, heroína de la revolución naranja del 2004, dista de ser la figura angelical que Occidente ha querido elevar al rango de mártir tras su encarcelamiento en el 2011. La princesa del gas, que concurre a las elecciones presidenciales de Ucrania del próximo domingo, se hizo con un muy jugoso patrimonio en el sector energético durante los oscuros años 90. Y el candidato con más posibilidades, el que encabeza las preferencias en los sondeos con el 25% del voto, no es otro que el empresario Petro Poroshenko, una de las principales fortunas de la exrepública soviética. Un partidario también del acercamiento a Europa a quien apodan el rey del chocolate por ser el propietario de Roshen, la principal manufactura de dulces del país.

En realidad, lo que se está cociendo en Ucrania es un nuevo reparto de cartas, el recambio de una oligarquía amiga de Moscú por otra que prefiere arrimarse a Occidente para medrar. El sociólogo Volodymyr Ishchenko, director del Centro de Investigación Social de Kiev, en declaraciones recientes a Le Monde Diplomatique aseguraba que el Gobierno provisional, instaurado tras la huida de Yanukóvich, «defiende los mismos valores que el anterior: el liberalismo económico y el enriquecimiento personal. No todas las rebeliones son revoluciones. Resulta poco probable que el movimiento de Maidán permita cambios profundos y pueda así aspirar al rango de revolución».

En los últimos 20 años, tanto Ucrania, como Rusia, como la mayoría de los países surgidos de la implosión soviética han experimentado una forma peculiar de desarrollo, calificada de «pluralismo oligárquico» en el mejor de los casos, aunque otras voces prefieren llamarlo «capitalismo de casino» o «de Neanderthal». En resumidas cuentas, el asunto se basa en el principio de que el más fuerte se lleva el botín. Las economías de estos países, como la de Ucrania, no han acometido reformas estructurales, sino que han seguido ordeñando las estructuras heredadas de la URSS. Quien estaba cerca del poder soviético como gerifalte pudo convertirse de la noche a la mañana en empresario y hacerse multimillonario tras adquirir, a precio de saldo, las minas o bien las fábricas privatizadas tras el derrumbe de la URSS y el purgante que se dio en llamar terapia de choque. Desde ahí, el salto a la política fue como mover ficha en el parchís. 

Yanukóvich, corrupto y torpe

Es en este contexto donde debería situarse al expresidente prorruso Víktor Yanukóvich, hoy depuesto, y al régimen que instauró: ambos constituían la típica excrecencia postsoviética de comunistas reciclados. Lejos de ser el dictador brutal que proclama la oposición prooccidental, Yanukóvich, a quien se atribuía un instinto visceral de conservación, fue elegido en las urnas. Y, en efecto, aun cuando se trata de un autócrata corrupto, su gestión ha sido más bien pusilánime, titubeante y torpe. Sobre todo porque, en el reparto del pastel, se empleó a fondo en beneficiar a su hijo y a su padrino, Rinat Ajmétov, dejando al margen a otros oligarcas.

Tras la huida a Rusia de Yanukó-

vich el pasado 22 de febrero, las cámaras pudieron adentrarse en su mansión, a escasos kilómetros de Kiev, una lujosa residencia, al más puro estilo de El gran Gatsby, que incluía un campo de golf, un helipuerto, un zoológico con avestruces, exóticos jardines jalonados con estatuas de mármol y un barco restaurante. Las imágenes que dieron la vuelta al mundo suscitaron náusea y asombro a partes iguales, pero no por la filiación rusófila del expresidente, sino por la impudicia de que un político hubiera podido atesorar tan escandalosa fortuna en un país donde el salario medio no llega a los 300 euros.

En este inmenso tablero de intereses geoestratégicos, a menudo tiende a silenciarse que tanto la revuelta de Kiev, como las réplicas en Donetsk y Crimea –han celebrado sendos referendos para la autodeterminación y la anexión a Rusia– tienen mucho de hartazgo contra la corrupción generalizada de las élites, tanto las prorrusas como las llamadas «demócratas», las cuales se han dedicado a vaciar las mismas arcas. Tal vez si unos y otros no se hubieran empeñado en agitar el espantapájaros del miedo y el sentimiento identitario, las poblaciones separatistas del este de Ucrania habrían podido unirse a las del oeste en un frente común contra las oligarquías. Como de costumbre, pagan los platos rotos quienes menos culpa tienen: los 45 millones de ucranianos cuya economía se ha desfondado (cabe recordar que la mano de obra en Ucrania es más barata que en China, pero mucho más cualificada).

Nada es blanco ni completamente negro en este lienzo, tampoco el diabólico Putin, cuya popularidad se ha disparado en Rusia gracias a la crisis ucraniana –hasta el 82%, según el centro de estudios estadísticos Levada– y a la utilización a todo gas de la maquinaria propagandística, que insiste en llamar «junta fascista» al gobierno provisional de Kíev. Sin embargo, aunque desde Occidente el antiguo agente del KGB parezca una especie de Rasputín resucitado, los rusos lo contemplan como el líder fuerte y patriótico capaz de defender los intereses de Moscú en el mundo. Putin es un tipo listo que sabe hasta dónde llegar sin ir demasiado lejos.

A todas luces, los referendos celebrados en Ucrania para la anexión a Moscú –y la subsiguiente ocupación por militares rusos de la península de Crimea, que Putin considera «parte inalienable» de Rusia– son injustificables y contravienen el derecho internacional, que defiende la integridad política y territorial de los estados. Una violación del derecho, sí, pero no mayor que las que se cometieron en Irak (¿dónde estaban las armas de destrucción masiva?), Libia y Kosovo. En este último caso, por ejemplo, el 17 de febrero del 2008 el Parlamento kosovar decidió de forma unilateral escindir este territorio de mayoría albanesa del resto de Serbia, con la aquiescencia de Estados Unidos y parte de la Unión Europea y en contra de la voluntad de Belgrado. Responde, pues, a la misma lógica que Putin defienda ahora su trastienda: por la misma regla de tres, su patio trasero no se toca.

Muros de contención

Visto desde la óptica del Kremlin, en los últimos 25 años Rusia ha sido obsequiada con el progresivo derrumbe de sus muros de contención: 12 países del antiguo Pacto de Varsovia se han integrado en la OTAN: Hungría, Polonia, la República Checa, Bulgaria, Rumanía, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Croacia y Albania. Ucrania, que presentó su solicitud de ingreso en enero del 2008, supone el último Estado colchón, y para Moscú resultaría impensable que Crimea, donde amarra su flota del mar Negro gracias a un contrato de arrendamiento con Kíev, quedara bajo jurisdicción del viejo enemigo durante la guerra fría.

En esta partida de póquer, Putin ha sido el contrincante que ha jugado sus naipes con mayor inteligencia ofreciéndole a la novia ucraniana el mejor anillo de boda: un crédito de 15.000 millones de euros no condicionado a reformas impopulares (a diferencia de lo que supondría un préstamo del FMI) y unas condiciones de lujo en la factura del gas. En cambio, la Unión Europea, supeditada a la necesidad de hidrocarburos y sumida en una profunda crisis económica e institucional, no ha podido superar la dote para satisfacer las aspiraciones económicas de Kiev. «No se puede pedir dinero para firmar un acuerdo de asociación; no pagaremos», declaró el presidente francés, François Hollande, en noviembre último, cuando la UE fracasó en su intento de sellar un acuerdo con Ucrania.

Sin salida aparente

En cualquier caso, sin Rusia y sin diálogo esta crisis no tendrá arreglo duradero, y no parece que unas sanciones ineficaces –Europa no puede permitírselas de más calado, como renunciar al gas y el petróleo del oso ruso– sean una buena carta de presentación para sentarse a la mesa de negociaciones. Quizá en ningún otro lugar como en estos territorios de fronteras volátiles adquiera más sentido el principio de que la democracia es la gestión del pluralismo, social y lingüístico. Tal vez no quede otra salida que la solución federal o la partición e independencia. En todo caso, son los ucranianos quienes deben decidir.