EL 20º ANIVERSARIO DEL GENOCIDIO AFRICANO

Ruanda, que nadie grite «nunca más»

El 6 de abril de 1994, un misil derribó el avión del presidente de Ruanda, el hutu Juvénal Habyarimana. El asesinato fue la excusa que puso en marcha un genocidio que llevaba 20 años planificándose y que en solo tres meses se cobró 800.000 víctimas, la mayoría tutsis y hutus moderados. La matanza se desarrolló ante los ojos del mundo. Todos sabían que iba a ocurrir. Y no hicieron nada, más allá de jugar las cartas que convenían a sus intereses.

Miles de hutus que huyeron al Zaire fueron obligados a volver a Ruanda en 1996 para ser juzgados por los tutsis que escaparon de las masacres organizadas dos años antes.

Miles de hutus que huyeron al Zaire fueron obligados a volver a Ruanda en 1996 para ser juzgados por los tutsis que escaparon de las masacres organizadas dos años antes.

RAMÓN LOBO

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Han pasado 20 años del genocidio ruandés, 800.000 muertos, y apenas hemos aprendido nada. Si se dieran de nuevo las circunstancias de la primavera de 1994, la matanza volvería a suceder. Es una constante en los conflictos modernos: nadie es capaz de modificar las causas del odio, construir la verdadera paz.

Al descubrir en 1945 la dimensión criminal del Holocausto, tras la entrada de las tropas aliadas en los campos de exterminio nazis, el mundo civilizado exclamó: «Nunca más». Después vino Vietnam, los campos de la muerte en Camboya, Corea del Norte, el Estado-gulag, Bosnia-Herzegovina y Ruanda. Decir «nunca más» de nuevo sería un insulto a los muertos, a sus familias, a la dignidad de la memoria.

El 6 de abril de 1994 un misil derribó el Falcon 50 del presidente ruandés, Juvénal Habyarimana, de la etnia hutu, cerca del aeropuerto de Kigali. Aquella muerte, y la de su homólogo burundés Cyprien Ntayamira, que le acompañaba, fue la señal para iniciar la matanza de tutsis planificada al detalle desde hacía tiempo. Veinte años después aún se discute la procedencia del misil. Si fueron las unidades del Frente Patriótico Ruandés (FPR, tutsi), acantonadas en la capital como parte del proceso de paz, o el Poder Hutu, los radicales que consideraron a su presidente un traidor a la causa tras sellar la paz en Arusha (Tanzania) con sus enemigos históricos.

También se discute el origen de las cinco granadas de mortero que causaron una matanza en el mercado de Sarajevo en agosto de 1995. Aquel ataque que dejó 43 muertos fue la excusa para la intervención de la OTAN en Bosnia-Herzegovina. Los serbios acusan a los bosnios de disparar contra los suyos para provocar la ansiada participación extranjera. Los bosnios recuerdan que eran los radicales serbios los que sitiaban la ciudad y disparaban sobre ella: 10.000 muertos en 44 meses. La verdad se dirime a veces en centímetros, en esta o aquella trinchera. Pero hay otra verdad que no admite dudas: quién es asesino, quién víctima.

La misma noche

La matanza de tutsis comenzó en la misma noche de la muerte de Habyarimana. Las milicias del Poder Hutu establecieron controles en la capital. Los pasajeros de los vehículos eran obligados a bajar para su identificación. Aquellos que tenían el carnet equivocado, la nariz nilótica o eran altos (rasgos físicos de los tutsis) eran asesinados. Al día siguiente mataron a la primera ministra, Agathe Uwilingiyimana, hutu moderada, que había llegado al cargo gracias al proceso de paz; también a numerosos ministros y altos cargos moderados. Las matanzas se extendieron por el país. Se mataba lista en mano. Los cascos azules belgas se retiraron de Ruanda tras la muerte de 10 de sus soldados.

Fue una orgía de sangre de 100 días. Apenas hubo disparos, se mató a machetazos, a cuchillo, de uno de uno. Desde la Radio de las Mil Colinas se incitaba al odio y se dirigía el trabajo de las patrullas. También desde alguno púlpitos católicos. Fueron numerosos los religiosos hutus implicados en el genocidio.

Los civiles tutsis que se refugiaron en el templo de Nyamata, a unos 35 kilómetros de Kigali, fueron asesinados. No había santuario ni escondite. El odio secular había salido de la caverna. Los cuerpos quedaban abandonados en los caminos y en las aldeas y casas. No había órdenes de ocultar el genocidio. Todo fue programado al detalle y a la vez brutalmente espontáneo. Los radicales serbios del general Ratko Mladic tenían esas órdenes en Srebrenica. Enterraban y desenterraban con palas mecánicas, abrían y cerraban fosas con el fin de dificultar la identificación de los 8.000 varones asesinados en julio de 1995.

Los interahamwe llevaron el peso de la represión en Ruanda, eran la vanguardia del Poder Hutu. Su nombre significa «los que matan juntos». Fueron eficientes: en tres meses mataron a 800.000 personas, la gran mayoría tutsis y hutus moderados, según los datos de ONU. El genocidio se desarrolló ante los ojos del mundo. Todos sabían que iba a suceder. Francia, patrocinadora de los radicales hutus, lo sabía.

El presidente de EEUU, Bill Clinton, dijo que su parálisis ante el ge nocidio ruandés fue su principal error en sus ocho años en la Casa Blanca. Le honra la confesión, pero no hablamos de un error de apreciación, una nimiedad, hablamos de la matanza sistemática de 800.000 civiles perseguidos con saña por ser de una etnia diferente. Eso es genocidio: tratar de aniquilar un grupo, una tribu, una religión.

Después se ha banalizado la palabra, como si en esa banalización laváramos parte de la responsabilidad. Genocidio ha dejado de ser un sustantivo, una definición jurídica, para convertirse en un adjetivo, una opinión, un arma arrojadiza que se usa por razones políticas, un comodín en los juegos de estrategia internacional. Ahora todo es genocidio; una falta al respeto a las víctimas. Existen otros delitos graves y perseguibles universalmente (menos en España): crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. ¿Por qué confundir?

Ruanda deja varias lecciones. La principal que es esencial acabar con la impunidad, con la sensación de que es posible cometer crímenes masivos y salir indemne porque la fuerza bruta o las leyes de autoamnistía protegen el delito. Cuando hay crímenes masivos es imposible alcanzar una justicia completa, que cada crimen reciba su castigo. Es esencial que los líderes sean capturados, que se exhiba ante todos el principio jurídico de que no importa el poder que se amase, siempre hay persecución, juicio y condena.

Francia se inventó la operación Turquesa en medio del genocidio en la primavera de 1994. El objetivo era salvar a sus amigos de Kigali, no acabar con las matanzas. La guerrilla tutsi del FPR dominaba el norte de Ruanda cuando estalló el genocidio. Tampoco supo reaccionar, proteger a su gente. Cuando se lanzó sobre la capital era tarde para cientos de miles de civiles. El FPR se hizo con el control del país en julio de 1994. El Poder Hutu arrastró en su huida hacia el Zaire (República Democrática de Congo) a dos millones de civiles. Las milicias iban aldea por aldea vaciando las casas de los hutus. Les decían: la guerrilla tutsi os matará. Los que no aceptaron la orden de seguir a los interhamwe eran tildados de protutsis y asesinados.

Petición de Butros Ghali

Francia sacó de Ruanda a sus amigos bajo una falsa operación humanitaria. Les colocaron en unos enormes campos de refugiados en Goma y Bukavu, en la región congoleña de los Kivus, rica en minerales, sobre todo coltán, esencial para la telefonía móvil. La insalubridad, su debilidad física, el hambre y la escasez de ayudas provocaron una epidemia de cólera que mató a miles de refugiados.

Entre 1994 y 1996 los civiles hutus vivieron de las donaciones internacionales. Los campos fueron cooptados por los interahamwe. Comerciaban con la ayuda para lucrarse y comprar armas, quizá a los mismos países donantes. Los campos eran santuarios. Desde ellos se lanzaban incursiones en Ruanda. Las nuevas autoridades de Kigali, el líder tutsi del FPR, Paul Kagame (hoy presidente del país), se quejaron de la situación. El secretario general de la ONU, Butros-Butros Ghali, tan incapaz en Bosnia, pidió la creación de una policía internacional para proteger los campos de refugiados y quitar el poder a los genocidas. Nadie escuchó.

En otoño de 1996, Kagame se sirvió de los banyamulenge. Son tutsis descendientes de los que emigraron en el siglo XIX al este de Zaire sumados a los que escaparon de Ruanda en las matanzas de 1957, previas a la independencia. Los banyamulenge estaban molestos con Kinshasa por un asunto sobre sus derechos a la nacionalidad. Su alzamiento armado no fue espontáneo, detrás estaba Kigali como ha estado hasta hoy detrás de cada guerrilla surgida en los Kivu. A los banyamulenge se sumaron los exgendarmes de Katanga (provincia sureña del Zaire) y una pléyade de grupúsculos de oposición. París no podía imaginar que el trono que estaba en juego era el de Mobutu Sese Seko en Kinshasa y con él, la presencia de Francia en el futuro de Zaire-Congo.

Huida masiva de hutus

Los banyamulenge y sus aliados atacaron los campos en noviembre de 1996. Se produjo una huida masiva de los refugiados hutus. Llegaron decenas de oenegés internacionales para paliar la tragedia, pero Kigali no se fió del movimiento humanitario y decidió organizar por su cuenta el retorno de los civiles hutus, a los que prometió seguridad. En pocas semanas regresaron a Ruanda cientos de miles de personas. Los restos del Ejército hutu, los interahamwe, sus familias y miles de civiles asustados se escondieron en la foresta congoleña.

Ruanda y Uganda apoyaban con tropas la incipiente rebelión. Sus presidentes eran amigos y aliados. Kagame había crecido en Uganda, país de habla inglesa, adonde llegó a los 5 años junto a su familia y miles de refugiados tutsis que huían de las primeras matanzas en los albores de la independencia de Ruanda, la misma que expulsó a los banyamulenge. Kagame desarrolló una gran capacidad militar.

Ioweri Museveni, un jefe guerrillero ugandés que trataba de derrocar a Idi Amin Dada, lo convirtió en su jefe de espionaje, en su numero dos. Kagame puso su FPR al servicio de la causa de Museveni. Se cruzaron la promesa de ayudarse mutuamente a conseguir el poder en sus respectivos países. El pacto funcionó. Ambos son hoy presidentes de Ruanda y Uganda pero en el camino se dejaron la amistad.

Después de la huida de los interahamwe a la selva y el regreso a Ruanda de cientos de miles de civiles hutus, las tropas de Ruanda y Uganda se encontraron en Zaire, cada uno persiguiendo a sus fantasmas: las guerrillas que les hacían la guerra. Era la oportunidad de acabar con sus santuarios. Ambos países apoyaban a Laurent Kabila, un exguerrillero del que Che Guevara dijo en los 60 que estaba más interesado en mujeres y comer bien en Dar as Salam que en la revolución.

Nueve países en el tablero

En mayo de 1997, siete meses después de la revuelta banyamulenge, Kabila entró triunfante en Kinshasa de la mano de sus patrocinadores: Ruanda, Uganda y Estados Unidos. Perdieron Mobutu y Francia. Pasada la primera euforia, Ruanda y Uganda dejaron de confiar en Kabila, que no se dejó manipular. El 2 de agosto de 1998 Kigali intentó un golpe de Estado contra Kabila. Su fracaso dio comienzo a la llamada primera guerra mundial africana con nueve países en el tablero: Congo-Zaire, que ponía el campo de juego y los muertos por millones; Ruanda, Uganda, Burundi en un lado; Angola, Sudán, Chad, Namibia, Zimbabue y Republica Centroafricana, en el otro. Era una guerra por las materias primas, por el oro, el coltán, el manganeso, el germanio y otros minerales estratégicos.

Una guerra dentro de la guerra

Pronto estalló una guerra dentro de la guerra, entre Ruanda y Uganda. Se pelearon por el control de Kisangani, la tercera ciudad congoleña, la que fuera capital del marfil del rey Leopoldo y del libro de Joseph Conrad. El negocio separó a los viejos amigos. Kagame ganó en Kisangani, se quedó con el negocio. Pese a su tamaño, Ruanda posee uno de los mejores ejércitos de África. Kigali es aliado de EEUU e Israel. Los tutsis supieron vender que ellos eran como los judíos, un pueblo odiado que necesitaba estar en permanente defensa. Israel compró el mensaje; la Casa Blanca, también.

Muchos periodistas que cubrieron aquellos años sentían simpatía por los tutsis. Era natural, se trataba de las víctimas del genocidio. No todos abrieron el objetivo de su mirada para ver más y denunciar las matanzas posteriores contra los hutus que escaparon a la selva, fueran milicia o no. Entre ajustes de cuentas y saqueos, la región de Grandes Lagos lleva en guerra desde 1994.

A los Kivus no llega la mano de Kinsasha, capital de un Estado incapaz de gobernar un país con una extensión cinco veces más grande que la de España. A los 800.000 asesinados en el genocidio ruandés hay que añadir cinco millones más desde 1998. No todos murieron en combates; la mayoría falleció por hambre y enfermedades, lacras agravadas por la guerra. Se trata de otro genocidio silencioso que tampoco llega a las pantallas de televisión. Es el genocidio de los más pobres, de los misérrimos, en un mundo que solo habla de los ricos, de sus problemas, de la crisis. Ellos también merecen que alguien grite de nuevo: «Nunca más».