una crónica del periodista secuestrado

La mirada de Marc Marginedas

El corresponsal de guerra de EL PERIÓDICO cumple 25 días secuestrado en Siria. Marginedas suma 20 años de crónicas en diversas trincheras. Recuperamos un capítulo de su libro 'Periodismo en el campo de batalla', editado por RBA el año pasado. #Marctesperem

Marc Marginedas, de vuelta a casa en el aeropuerto de Kabul, en noviembre del 2006.

Marc Marginedas, de vuelta a casa en el aeropuerto de Kabul, en noviembre del 2006.

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Una endeble escalera de madera y las enormes losas de piedra en que se había troceado el puente bombardeado -abatidas, como si de un castillo de naipes se tratara, sobre el lecho del río Litani- hacían posible el viaje, sin meter siquiera los pies en el agua, entre las dos porciones de territorio en que se había partido el Líbano en los días finales de la ofensiva militar israelí de 2006. Con el cauce fluvial reducido a un riachuelo de escasa profundidad y de tres a cinco metros de ancho debido al estiaje veraniego, ni siquiera hacía falta estar en buena forma física para penetrar, en aquel mes de agosto, en los dominios de Hizbulá -el Partido de Dios- en el sur libanés. «Cuesta creer que un país obsesionado con su seguridad como Israel pueda considerar este minúsculo río como la nueva frontera que le permita sentirse al abrigo de los milicianos chiíes», reflexionaba, mientras ascendía por los quebradizos peldaños de la escala, recordando cómo, en las horas previas, las autoridades de Tel-Aviv habían anunciado que la inminente ofensiva militar terrestre podía llegar exactamente hasta el mismo punto del mapa en el que me encontraba.

En los primeros días de agosto de 2006, cualquier cosa podía suceder en la guerra que enfrentaba desde hacía tres semanas a Israel e Hizbulá. Durante este periodo, ambos bandos se habían enzarzado en un absurdo e infructuoso conflicto armado, iniciado tras un ataque de la milicia chíi contra una patrulla israelí, en el que murieron cinco militares hebreos y otros dos -Ehud Goldwasser y Eldad Reguev- fueron secuestrados heridos. Era una de esas ofensivas militares que se reproducen con periodicidad regular en Oriente Próximo, originadas por un motivo perfectamente solucionable mediante actuaciones diplomáticas soterradas, pero que las circunstancias políticas del momento se encargan de magnificar y agravar. En ese caso, el incidente fronterizo degeneró en una guerra total de más de un mes de duración, que acabó provocando tremendos daños a las infraestructuras libanesas y forzando a un millón de libaneses y a cientos de miles de israelíes a huir de sus hogares hacia zonas más seguras. La aviación de Tel-Aviv bombardeaba sin cesar carreteras, autopistas, gasolineras, vehículos y sedes partisanas de Hizbulá, pero con ello no lograba detener o reducir siquiera el centenar largo de cohetes Katiuska de 122 milímetros que la milicia chií disparaba a diario desde las plataneras cercanas a Tiro hacia el norte de Israel. Así las cosas, con empaque en el campo de batalla tras casi un mes de combates, no era de descartar que el Tsahal (Ejército israelí) emprendiera acciones más contundentes contra el país vecino, incluyendo una posible invasión militar terrestre a gran escala.

Se trataba, además, de una guerra en la que ambos bandos violaban los principios básicos de las leyes humanitarias internacionales, al no distinguir entre objetivos civiles y militares, y emplear armas de escasa precisión susceptibles de causar estragos entre los ciudadanos corrientes, aunque con resultados mucho más dañinos para el país de los cedros que para el Estado hebreo: más de un millar de libaneses inocentes perdieron la vida, por solo 44 israelíes. Israel dejó amplias zonas del sur del Líbano sembradas de bombas de fragmentación -cuyos efectos son similares a los de las minas antipersona, inutilizando amplias extensiones de territorio-, pero tampoco Hizbulá estuvo exento de responsabilidad por los tremendos daños sufridos por su país durante aquel verano. Sus milicianos escondían armamento y material bélico en edificios civiles, demostrando un cuestionable interés en la seguridad de los mismos ciudadanos a los que decían defender en su cruzada particular.

Cruzar el río Litani y llegar hasta la ciudad de Tiro, más al sur, era un desafío de los reporteros que nos habíamos quedado aislados en el norte del país debido a los últimos bombardeos debíamos afrontar si aspirábamos a ser testigos de relevancia de lo que podría acontecer en los días finales de la contienda. En el caso de que Israel se decidiera a realizar una incursión militar terrestre en profundidad para crear un nuevo cordón sanitario que le protegiera de las arremetidas de Hizbulá, ello posibilitaría informar a nuestras respectivas audiencias desde el mismo teatro de operaciones acerca de un combate casa por casa que se produciría en los días siguientes. Si finalmente Tel-Aviv no ponía en marcha su maquinaria de guerra terrestre o esta no alcanzaba Tiro -que fue lo que acabó sucediendo-, los periodistas que nos encontráramos desplegados al sur del río Litani estaríamos en mejor disposición de llegar a las zonas devastadas por los bombardeos aéreos israelíes, hasta ese momento inaccesibles, e informar desde allí mismo acerca de cómo transcurrían las primeras horas tras el alto el fuego.

Pero para ello había que realizar un complicado trayecto que implicaba, en primer lugar, recorrer en coche 50 kilómetros de autopista parcialmente inutilizada y sembrada de boquetes abiertos por los cohetes de los cazas israelíes; en segundo lugar, superar los controles militares que el Ejército libanés había montado en el mismo río y que podían vetar el paso a cualquiera; y por último, conseguir entrar por cualquier medio de transporte posible en Tiro, una ciudad que en aquellos momentos estaba siendo sometida a lo que podía definirse como el primer cerco militar de la era moderna, un asedio que ni siquiera requería el despliegue de un solo soldado de infantería. La aviación, los helicópteros, pero sobre todo los drones (aviones espía no tripulados), acosaban con enorme efectividad la gran ciudad surlibanesa gracias a su sofisticada tecnología, vigilando todo lo que se movía a su alrededor y disparando contra cualquier objeto considerado sospechoso que se atreviera a violar las limitaciones al movimiento decretadas por Israel y anunciadas en panfletos lanzados por su aviación. «Mushkila (problema)», repetía mi chófer Mohamed, mientras el Mercedes blanco abandonaba la periferia de Beirut y enfilaba el vehículo en dirección sur. Y si Mohamed hablaba de problemas, es que había que escucharle. Era la primera ocasión en las tres semanas de conflicto en que se pronunciaba en semejantes términos. Y como refugiado palestino en el Líbano, que había padecido la guerra civil libanesa y sucesivas ofensivas militares israelíes a lo largo de toda su vida, era capaz de conferir una adecuada mesura a la palabra «problema».

Cruzar el puesto de guardia del Ejército libanés fue mucho más fácil de lo esperado. Los aburridos soldados que allí vigilaban -la guerra iba con los milicianos del Partido de Dios, no con ellos-, sin otro quehacer que matar el rato, no estaban por la labor de impedir el paso a nadie, y se limitaban a repetir la misma cantinera aprendida de memoria a todo aquel que pretendiera vadear el cauce fluvial. «Es muy peligroso; el puente está cortado; Israel dice que disparará a todo vehículo que circule a partir de aquí», insistía un militar. La advertencia, como era de esperar, cayó en saco roto. Porque los tres reporteros que, a primera hora de la mañana de aquel 9 de agosto, nos habíamos concentrado en aquel desolado rincón del Líbano -Béatrice Khadige, periodista libanesa que trabaja para France Presse, un fotógrafo japonés cuyo nombre jamás se me ocurrió preguntar y yo mismo- estábamos perfectamente al corriente de lo que nos podía suceder una vez superado el paso. Las desapasionadas advertencias del suboficial de guardia no lograron causar en nosotros impresión alguna y, tras oírlas, nos despedimos de nuestros respectivos chóferes, sacamos los bártulos de los coches, los cargamos sobre nuestras espaldas y cruzamos sin más dificultades el más célebre río de la historia de las guerras recientes, de indignas dimensiones para el renombre internacional que adquirió entonces.

Tras el Litani, el silencio. Era evidente que los escasos lugareños que habían decidido quedarse pese a los ataques aéreos israelíes se tomaban muy en serio la prohibición de no circular en vehículos: nada se movía en aquella carretera, con la excepción de algunos grupos reducidos de desplazados que huían de los combates, caminando junto a la cuneta en dirección norte y enarbolando banderas blancas elaboradas con trapos. Solo el conductor libanés de un Mercedes rojo, enviado desde Tiro para recoger a la periodista libanesa una vez cruzara el cauce fluvial, se había atrevido a desafiar, en aquella mañana veraniega, la prohibición israelí de no circular a bordo de vehículos más allá del Litani, poniendo en peligro su vida.

La inquietante circunspección del lugar era rota ocasionalmente cuando, desde las colinas cercanas a la carretera, milicianos de Hizbulá disparaban cohetes Kassam contra el norte de Israel, sito a una veintena de kilómetros de allí, o cuando un helicóptero o un avión bombardeaban objetivos no identificados en el horizonte. Algunos camiones y coches con el techo agujereado por proyectiles israelíes yacían inmóviles sobre el asfalto, sin que nadie osara moverlos de su sitio. Entre ellos, la camioneta de un panadero que en los días anteriores había intentado introducir alimentos en la ciudad cercada. Sus blancas e inocentes hogazas de pan reposaban sobre el pavimento, recordando a todo el que por allí pasara que los aviones y helicópteros que sobrevolaban el territorio nunca dejaban de dispara contra un objetivo previamente identificado como tal por un avión espía. «¡Qué bien! ¡Ya nos queda muy poco para llegar!», exclamé, en un intento de liberar la tremenda tensión que, una vez en la orilla del sur del río, suscitó en nosotros aquel abrumador silencio, impropio de un campo de batalla. «Todavía no hemos llegado», recordó Béatrice.

Y no le faltaba razón. Porque la alegría de haber cruzado el Litani sin contratiempos se transformó con celeridad en decepción en cuanto comenzó a oírse el sonido del motor de un dron israelí. Es casi imposible ver a un avión espía no tripulado cuando este se halla en pleno vuelo; en la mayoría de las ocasiones, solo se llega a percibir el irritante zumbido que emite, muy parecido al de uno de esos aviones teledirigidos a distancia que reciben los niños como regalo durante las fiestas navideñas. La mayoría de drones militares, no obstante, están muy lejos de ser un trebejo. Durante la campaña militar libanesa del 2006, Israel empleó tres tipos de aparatos -Hermes 450, Heron I y Searcher 2- que, o bien van armados con misiles, o son capaces de destruir un objetivo fijado, o bien ejercen de guía en un bombardeo posterior. Además, la decisión de abrir fuego la toma alguien lejos de allí, a partir de unas imágenes enviadas por una cámara de televisión que se prestan fácilmente a equívoco, lo que ha llevado recientemente a la ONU a plantearse en qué ocasiones su empleo constituye un crimen de guerra.

La imprevista aparición modificó radicalmente el panorama favorable que se nos había presentado hasta ese momento. Si nuestra singular comitiva periodística reiniciaba el trayecto en coche, nada impedía que el Ejército israelí nos tomara por un vehículo hostil y fuéramos bombardeados por el camino por el dron.

Y fueron pasando los minutos. Cinco, diez, quince… El exasperante sonido no solo no desaparecía, sino que adquiría cada vez mayor intensidad, lo que muy probablemente significaba que el aparato volaba aún más cerca de nosotros para observarnos. Además, como si no tuviéramos ya suficiente con su presencia, otros exabruptos sónicos, más inquietantes si cabe, acabaron añadiéndosele. Tras un cuarto de hora adicional, surgió el rugido de un caza, aparato al que, al igual que el avión espía, tampoco lográbamos divisar en el cielo.

Era esta una sensación extraña, novedosa y hasta contradictoria para la gran mayoría de los allí presentes, todos avezados reporteros con gran cantidad de conflictos a las espaldas: por un lado, percibíamos, a través del oído, una fuente potencial de peligro como muy cercana, que nos rodeaba y nos envolvía por todas partes, surgida, además, a partir de un murmullo de catadura casi inocente. Pero nuestros ojos eran incapaces de identificar su origen o de determinar siquiera el punto cardinal del que procedía. Por mucho que miráramos hacia arriba, hacia abajo, hacia delante o hacia atrás, lo único que conseguíamos avistar era una vacía carretera y unas plataneras de estado de dejación. La moderna tecnología militar había conseguido engendrar, para su uso masivo en un conflicto, una mortal amenaza en forma de un pequeño avión de juguete invisible y fastidioso. Nos enfrentábamos a algo nunca visto hasta entonces, al menos e la escala en la que estaba siendo empleado en aquella contienda. Se trataba de una incorpórea e inaudita contingencia que nosotros, periodistas de guerra bregandos de conflicto en conflicto, deberíamos tener muy presente a partir de aquel momento a la hora de tomar nuestras decisiones. Un aparato que, dadas las ventajas que ofrece al bando que lo emplea, iba ser utilizado en el futuro en frentes muy lejanos como Pakistán o Afganistán, e iba a sembrar de preocupación a los expertos militares debido al reguero de víctimas civiles que deja tras de sí.

Pese a que ya había transcurrido casi media hora desde el instante en que cruzamos el Litani, el enojoso sonido del motor seguía maltratando nuestros tímpanos. El tiempo, además, apremiaban, y debíamos llegar a tiempo a Tiro si queríamos enviar nuestros respectivos artículos de la jornada. Y ante la certeza de que nuestro intangible acompañante no iba de dejarnos ni por un momento, nuestro abanico de opciones acabó por reducirse a una: «Tenemos que caminar; es más seguro, los israelíes no suelen disparar a la gente que va a pie», planteó Béatrice, visiblemente contrariada. «Las posibilidades de que nos bombardeen yendo a pie son mucho más reducidas», recordó otro miembro de la comitiva, antes de cifrarlas en «un 10%» contra «el 50%» en coche. La propuesta logró el consenso de todos, y tras ajustarnos chalecos antibalas, cascos y letreros con la palabra prensa bien visible, cargamos de nuevo con nuestros bártulos y reanudamos el viaje, abandonando junto al Litani el vehículo que había acudido a nuestro encuentro. Gracias a mi pequeño maletín de ruedas, donde llevaba los escasos enseres personales que me acompañaron en aquel viaje, me ahorré tener que vagar a pie por el sur del Líbano con un pesado bulto sobre la espalda durante 11 kilómetros.

Emprendimos el camino enseguida nada más tomar la decisión, y una vez nos alejamos un par de kilómetros del cauce fluvial, incluso el avión espía que nos martirizaba con su presencia acabó por abandonarnos. Pero el viaje fue haciéndose más penoso a medida que el sol ascendía sobre la línea del horizonte. El agradable frescor de la mañana de inmediato desapareció, dando paso a una pegajosa y abrumadora humedad ambiental, propia del Mediterráneo oriental en esa época del año, que generaba chorros de sudor por todos y cada uno de nuestros poros, obturados por las placas de protección de chalecos antibalas y cascos. Casi nadie se atrevía a pronunciar palabra mientras avanzábamos por aquel territorio vacío, muerto, sembrado, a uno y otro lado de la carretera, de casas deshabitadas, terrenos agrícolas en los que nadie labraba, y más y más coches con los techos horadados por los proyectiles. Avanzábamos lentamente y en silencio por un espacio desierto, despoblado, parecido a uno de esos lugares que han sido evacuados a toda prisa debido a la súbita aparición de una epidemia incontrolable o una fuga radioactiva, en medio de un mutismo violado únicamente por bombardeos ocasionales y el latoso traqueteo de las ruedas de mi maletín friccionando dificultosamente el asfalto.

Transcurridos unos kilómetros, avistamos una propiedad agrícola que no parecía abandonada como las demás. La regentaba un afable libanés que, acompañado de su mujer y sus hijas, esperaba pacientemente el fin de la guerra para poder regresar a sus quehaceres diarios. Al ver el cansino y trabajoso caminar de nuestra comitiva, nos ofreció hacer un alto y beber algo de agua, antes de acometer el tramo final de nuestro viaje. Estábamos ya muy cerca de nuestro destino y creí que había llegado el momento de dar señales de vida a mi redacción en Barcelona, decir a mis superiores que todo iba bien, que había logrado cruzar el río y superar el cerco, y que mi intención de entrar en Tiro estaba a punto de verse coronada por el éxito. Pese a la guerra, los teléfonos móviles seguían funcionando y no había que recurrir siquiera a los incómodos teléfonos satélites para comunicarnos con la redacción.

«¡Hola, he conseguido cruzar el Litani, y estoy ya a unos pocos kilómetros de Tiro, entraré caminando en las próximas horas!», informé lleno de excitación y satisfacción. No quise explayarme ni insistir en mis méritos, pese a la excitación y la intensidad del momento. Por experiencia ya sabía que las sensaciones que uno experimenta durante una guerra son imposibles de transmitir, y que es una utopía pensar que alguien sentado en un despacho a miles de kilómetros de donde está uno, abrumado de trabajo y recibiendo llamadas de todos los puntos del mundo (Nueva York, Jerusalén o Bruselas), donde se debatía y se intentaba resolver aquella guerra, pudiera siquiera dedicar cinco minutos a uno de sus enviados especiales sobre el terreno. Además, pensé, ya vendría el momento de extenderme y explayarme en todo aquello, horas después, en cuanto me pusiera manos a la obra para escribir el artículo.

El agua ofrecida por aquel campesino tuvo un efecto revitalizador en todos nosotros y nos dio ánimos para enfrentarnos al resto del camino. Nuestro anfitrión libanés reía, bromeaba y parecía no tener miedo de lo que sucedía a su alrededor, moviéndose con total naturalidad en medio de aquellas circunstancias tan extremas. Su familia, por el contrario, no parecía compartir su despreocupación. En cuanto se oyó de nuevo un zumbido seco, similar al maullido producido por un gato alterado, procedente de una colina cercana, una de sus hijas cayó presa de la histeria, emitiendo alaridos incontrolados y buscando refugio bajo un techo firme, en posición fetal y con las manos sobre la cabeza. Hizbulá acababa de lanzar un nuevo proyectil Kassam en dirección al norte de Israel, dispuesto a devolver al Estado hebreo cada golpe recibido y a exportar, más allá de la frontera, muerte y destrucción aleatoria, si nombre ni apellidos. Era el momento de dar las gracias y reanudar la marcha.

La visión de una gasolinera en las afueras de Tiro nos permitió finalmente cantar victoria. Estábamos deshidratados, cansados y maltrechos. Pero sentíamos una enorme satisfacción por haber conseguido llegar a nuestro destino burlando a los drones, a esa nueva y moderna forma de asedio militar que permitía minimizar las bajas propias a costa de incrementar los llamados «daños colaterales» en el territorio atacado. Aliviados por no haber pasado a engrosar la lista de errores militares israelíes en nuestro empeño por entrar en la ciudad cercada, nos dijimos adiós y nos dispersamos en busca de colegas que nos acogieran y nos permitieran recuperarnos del arduo viaje. Para obtener un poco de reconocimiento, llamé por teléfono a Javier Otazu, delegado de la agencia Efe en El Cairo, de vuelta a Egipto tras haber trabajado durante varias semanas en el Líbano, para informarle de mis vicisitudes de la mañana, consciente de que sería capaz de conferir una adecuada dimensión a lo realizado. «¡Tú estás loco! ¿Por qué te arriesgas así?; yo te quiero mucho», exclamó. Yo, en cambio, solo pensaba en los vehículos despanzurrados de la carretera surlibanesa, las casas y granjas abandonadas, el dichoso avión espía y en meter, entre pecho y espada, litros y más litros de agua.

Los soldados Ehud Goldwasser y Eldad Reguev regresaron a Israel el 16 de julio de 2008, es decir, dos años después del comienzo de la terrible ofensiva militar cuyo secuestro había desencadenado. Realizaron el trayecto de vuelta en sendos ataúdes, confirmando lo que muchos ya intuíamos como posibilidad más plausible en aquellos días de agosto de 2006, cuando la suerte que habían corrido los secuestrados era incierta para todos: habían fallecido a consecuencia de las heridas sufridas en el ataque de la milicia chií.