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Masacre de niños en Connecticut

La policía acompaña a los niños del colegio Sandy Hook tras el tiroteo, ayer.

La policía acompaña a los niños del colegio Sandy Hook tras el tiroteo, ayer.

RICARDO MIR DE FRANCIA
WASHINGTON

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Ni siquiera para un país acostumbrado a asistir de forma rutinaria a las matanzas más atroces perpetradas por sus ciudadanos será fácil digerir lo sucedido ayer en Newtown, un pueblo de menos de 30.000 habitantes en Connecticut. Un veinteañero entró armado en un colegio de primaria de la localidad y mató a 26 personas, 20 de ellas niños menores de 11 años. El asesino, cuya madre trabajaba en el centro, murió en el incidente tras quitarse él mismo la vida, mientras un hermano suyo fue interrogado por la policía. El suceso ha horrorizado a EEUU y ha entrado en la historia como el peor tiroteo en un centro educativo después del de Virginia Tech.

Los hechos sucedieron alrededor de las 9.40 de la mañana, hora local, cuando la policía recibió una llamada alertando sobre un incidente en el colegio de primaria Sandy Hook, donde estudian unos 600 niños, la mayoría menores de 10 años. «Estábamos en el gimnasio y oímos golpes fortísimos», contó más tarde un niño de 9 años. «Pensábamos que estaban trabajando, hasta que oímos gritos y disparos. Alguien dijo 'pon las manos arriba' y, luego, 'no dispares'». El grupo se escondió primero en el almacén del gimnasio y después les dijeron que salieran al pasillo, donde estaba la policía. «Había mucha gente llorando y gritando», explicó esa misma fuente.

El asesino era un joven de 20 años llamado Adam Lanza, natural de Hoboken (Nueva Jersey). Su madre trabajaba como profesora en el colegio donde cometió la carnicería. En un principio se informó de que lo primero que hizo el asesino fue matar a su progenitora, antes de empezar a disparar contra los alumnos de su clase. Más tarde, sin embargo, se dijo que la madre, Nancy Lanza, fue hallada muerta en la casa de su hijo Adam en Newtown. Para cometer la masacre, el asaltante, que llevaba un chaleco antibalas, utilizó al menos dos pistolas, una Gluck y una Sig Sauer, además un rifle de asalto Bushmaster, todos registrados con el nombre de su madre.

La policía interrogó ayer al hermano del asaltante, Ryan, de 24 años, que colaboró activamente con los agentes, y buscaba a su novia y a uno de sus amigos. Nada se sabe hasta ahora de los motivos de la matanza y tampoco está claro a estas horas dónde apareció muerta la madre, que se divorció de su marido en el año 2009.

EXTREMA PRECISIÓN/ La veintena de niños muertos tenían todos entre 5 y 10 años, y entre las víctimas hay también seis adultos, incluida la directora del centro y el psicólogo. Solo parece haber, sin embargo, un herido, lo que podría sugerir que el asesino actuó con extrema precisión o se dedicó a rematar a sus víctimas. Los testigos describieron escenas escalofriantes. «Fue horrendo», contó Brenda Lebinski, la madre de uno de los niños, que acudió al colegio alertada por la policía. «Todo el mundo estaba histérico, desde los padres a los estudiantes. Los niños salían de la escuela sangrando. No sé si les habían disparando pero sangraban».

«Esta es una tragedia indescriptible», declaró el gobernador de Connecticut, Daniel Malloy. «Nadie puede estar preparado para algo así». Situado a 100 kilómetros de Nueva York, Newborn es una pequeña localidad somnolienta de Nueva Inglaterra, la región más próspera y liberal del país, y nadie podía creer ayer lo sucedido.

Como el padre de un niño de 7 años que esperó aterrorizado fuera del colegio hasta que vio cómo su hijo salía ileso huyendo de la escuela. «Fue el momento de mayor liberación de mi existencia. Estoy feliz de que mi hijo esté bien». Para la profesora Kaitlin Roig, los minutos pasaron como horas. Al oír las primeras detonaciones escondió a sus 14 alumnos en el baño mientras al fondo arreciaban «una tonelada» de disparos. «Fue horrible, pensaba que íbamos a morir».

Lo sucedido pasará a engrosar la larguísima lista de masacres en EEUU. Solo las 32 víctimas de Virginia Tech superan el baño de sangre en Sandy Hook, un nuevo nombre para el peaje luctuoso de esa cultura de armas tan estadounidense.