Conflicto en el Cuerno de África

La guerra de Somalia desencadena una marea de refugiados en Kenia

Un grupo de mujeres y niños aguarda a cargar agua en bidones en el campo de refugiados de Dadaab, en Kenia, la semana pasada.

Un grupo de mujeres y niños aguarda a cargar agua en bidones en el campo de refugiados de Dadaab, en Kenia, la semana pasada.

JÚLIA BADENES
DADAAB

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Un anciano extremadamente frágil se apoya en dos niños que le ayudan a avanzar. Un hombre lleva en brazos a un chico exhausto. Caminan en grupos de 12 y sorprende el silencio con el que esperan turno para registrarse en la lista de nuevos refugiados. Todos delgadísimos y con la mirada perdida. Sólo algún pequeño se muestra curioso ante la novedad.

Ni una queja, ni un lamento y eso que muchos acaban de andar un mes seguido hasta cruzar la frontera de Somalia y llegar al campo de Dadaab, en Kenia. «Mi ganado ha muerto, no llueve y lo hemos perdido todo. Hay violencia y Al Shabab - milicia islamista radical- nos roba. Hemos tenido que huir», dice Shafer Ibrahim, de 69 años.

El caos enquistado en Somalia desde hace 20 años y la peor sequía en seis décadas en el Cuerno de África han obligado a miles de familias a dejar sus casas y han desbordado el mayor campo de refugiados del mundo. Cada día llegan casi 2.000 personas, según los trabajadores de la ONU en el terreno.

PRIMEROS ALIMENTOS / En los tres campos de Dadaab -Hagadera, Ifo y Dagahaley-, abiertos desde el año 1991, ya hay 380.000 refugiados, cuatro veces más de los que caben. Los recién llegados se instalan a las afueras y tardan hasta 40 días en recibir los primeros alimentos. La situación es crítica. Las oenegés no pueden garantizar la asistencia básica y las malnutriciones severas, diarreas e infecciones respiratorias colapsan las clínicas.

El mayor peligro es para los menores de cinco años. En la sección pediátrica del hospital de Dagahaley, un bebé de 10 meses y sólo 4,3 kilos de peso no tenía el sábado ni fuerzas para llorar cuando era intubado. Médicos como Christopher Karissa, que aquí no llevan bata y van con bambas, corren de un lado a otro para atender a los más críticos. «Hay que poner distancia emocional, cuando un niño muere hay que seguir porque luego viene otro y otro».

A un kilómetro del hospital, Abdi Mahmud guía a dos burros que tiran del carro en el que lleva su primera entrega de ayuda. «Ahora tendremos que trabajar duro para salir adelante», explica. Como todos, se ha construido su propio refugio: una choza circular cubierta de ropas y plásticos para protegerles del sol. El extrarradio de los campos está salpicado de cabañas similares entre kilómetros llanos de tierra y arbustos secos.

En Dadaab todo es hostil. Hasta el viento que podría mitigar un calor de infierno acaba levantando una nube de polvo que se incrusta en los poros de la piel y los ojos. El termómetro sube hasta 50 grados y lo que es peor: hace dos años que no llueve. Por eso el agua divide en Dadaab. Los que están mal y los que están peor.

CRISIS SECA / Debido a la actual crisis de sequía, cada refugiado dispone de una media de tres a cinco litros de agua diarios. Una miseria: un europeo gasta 150 litros en un día. Hay casos peores. Una procesión de niños y mujeres corre entre chabolas pidiendo agua a gritos. Levantan bidones de plástico y se rascan con rabia la garganta para mostrar que tienen sed. «¡Water, water! ¡Somalia, Somalia!», repiten.

Hay tensión porque el jueves una manifestación de los tenderos del mercado se saldó con tres refugiados muertos y 12 heridos por disparos de la policía keniana.

Conseguir agua no sólo es vital, también marca el día de mujeres y niñas, las encargadas de proveer a su familia. Por eso, una misma imagen se repite en cada fuente de Dadaab: hileras de garrafas vacías hacia los grifos. Fatuma lleva toda la mañana esperando. «A veces, después de siete horas de cola, el agua se acaba y te vas sin nada», se queja.

En los surtidores de las zonas más áridas del campo, la presión es tan débil que se necesitan 20 minutos para llenar una botella de 20 litros. Y aunque al final no salga ni una gota, siempre hay alguien que se queda de guardia por si vuelve.

Dadaab está peor que nunca pero ni siquiera así Alexandre Izart, de Médicos Sin Fronteras, confía que el mundo se mueva: «Aunque por definición un campo de refugiados tiene que ser temporal, Dadaab lleva tanto tiempo abierto que la gente ya ha olvidado que existe».