CRÓNICA DESDE BUENOS AIRES

El alacrán también nos visita en verano

Playa del norte de Buenos Aires.

Playa del norte de Buenos Aires.

ABEL Gilbert

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El calor no da respiro en esta ciudad, donde el aire es tan pesado que los cuerpos se desplazan de manera quejumbrosa, resignada. A la canícula hay que sumarle los mosquitos, un ejército invasor que deja sus marcas en el cuerpo y amenaza con propagar el dengue. Pero por estas horas flamígeras los mosquitos se han convertido en un problema lateral, un elemento conocido del paisaje estival. La capital argentina ha comenzado a recibir a un nuevo e indeseado invitado: el alacrán, también conocido como escorpión. Han llegado, al parecer, como consecuencia del cambio climático. Se los ha visto en parques y hasta edificios.

Y si bien solo 25 de las 1300 especies existentes son las venenosas, representan un número suficiente como para sembrar el miedo al aguijón letal. Ya se escuchan voces temerosas: hay que cuidar en especial a los niños, los ancianos y las mascotas. Los fumigadores, de parabienes. «Cuanto más grande, el escorpión es menos nocivo. La pinza más chica concentra más veneno, por eso es más dañina», le explicó al diario La Nación el dueño de la empresa Interplagas desinfección, Fabio Coccoz. Y recomendó vigilar en especial las cañerías, sumideros, canaletas y desagües.

Con los escorpiones llegaron también las lagartijas, añadiéndole cierto matiz tropical a este teatro de asfalto y cemento. Pero las lagartijas, a lo sumo, pueden suscitar aversión al verlas. No pican. El problema son los alacranes, pequeñitos y fulminantes. El Gobierno de la ciudad de Buenos Aires no los combate porque hasta el momento no los considera una plaga.

«Los alacranes empezaron a reproducirse en mayor número. En el campo se alimentan de arañas, pero en la ciudad comen cucarachas, por eso donde hay cucarachas, puede haber escorpiones», dijo el director del Instituto Pasteur, Oscar Lencinas. Muchas de las picaduras de alacranes se producen cuando una persona se pone su calzado. Los atrae el olor a transpiración. Ese acto sorpresivo ha convertido al arácnido en un símbolo de la traición inevitable.

Mr.Arkadin, la película de Orson Welles, comienza con la fábula del alacrán que quiere cruzar el río y le pide a una rana que lo lleve. La rana dice que no, claro, porque de aceptarlo, será víctima del aguijón. El alacrán le dice que no tema porque, de hacerlo, morirían los dos en al agua: la rana envenenada y el escorpión ahogado. La rana consideró razonable el argumento y embarcó sobre su lomo al arácnido que, en el medio del río, inyectó su veneno. «¿Porqué lo has hecho?», preguntó la rana moribunda. «Lo siento. No pude evitarlo. Es mi naturaleza», respondió el alacrán mientras se ahogaba.

La historia de la rana y el alacrán es ilustrativa de la política interior. Las traiciones están a la orden del día. Las tomas de terrenos públicos -en donde también proliferan víboras- han dejado entrever una postergada deuda social pero, a la vez, la imposibilidad de los dirigentes de uno y otro bando de buscar soluciones comunes.

Como el alacrán, la naturaleza, el carácter, los lleva a doblegar irremediablemente al otro. El aguijón está a la vuelta de la esquina.