CRÓNICA DESDE PARÍS

Melodrama en la patria del psicoanálisis

Portada del libro de Onfray.

Portada del libro de Onfray.

ELIANNE Ros

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A los franceses les encanta ir al psicólogo. Especialmente a los parisinos. Acuden al profesional de la salud mental una vez a la semana como quien va al súper. Su afición al diván solo puede compararse con la de los, igualmente neuróticos, habitantes de Nueva York. Además, es de buen tono decir que estás «en tratamiento». Cualquier alteración del sueño o de la estabilidad emocional debe ser escrutada por un especialista en la materia, a menudo un psicoanalista. Incluso si todo va bien, muchos no pueden resistir la tentación de descubrir la influencia de sus traumas infantiles en sus obsesiones o sus perversiones adultas. Y siempre hay hipocondriacos que creen poder prevenir una depresión nerviosa. Psicoanalizarse se ha convertido en un auténtico deporte nacional.

La adicción a la consulta delpsy empieza desde la más tierna edad. Cuando creen que sus hijos son un poco más movidos o más tozudos de lo normal, las mamás corren a buscar una opinión autorizada en cuestión de impulsos y de subconsciente. Poco importa si el niño tiene tan solo dos años y apenas sabe hablar. Quizá solo rebose salud y energía, pero ¿y si se trata de una forma de expresar alguna carencia? Hay que consultar.

Tal vez sea esta obsesión por el control físico y emocional lo que hace que en los parques los niños tengan un comportamiento como más domesticado. Su nivel de decibelios y de movimiento parece amortiguado por alguna fuerza intangible, y cuando dos pequeños torbellinos irrumpen en el recinto alterando esa aparente armonía provocan más de una mirada reprobadora desde la esquina de los progenitores.

En una sociedad de profundas convicciones laicas, la fe en los beneficios de exponer la anatomía sentimental a un perfecto desconocido adquiere casi la categoría de dogma. Y cuando alguien la pone en cuestión, se monta la de Dios es Cristo. Así se explica la polvareda que ha levantado el libro del filósofoMichel Onfray, El crepúsulo de un ídolo, la fábula freudiana. El autor ataca de frente al padre del psicoanálisis, al que tacha de simple «charlatán», cuyos métodos supuestamente científicos no tienen otra base que sus propios complejos y neurosis. Incluso le acusa de falsificar sus investigaciones para ajustarlas a sus teorías. Además, asegura que el gran Sigmund admiraba a Mussolini y, por tanto, no era refractario al nazismo.

Cuando ocho millones de franceses recurren a las terapias derivadas del psicoanálisis para tratar sus problemas mentales, tamañas afirmaciones producen el efecto de una bomba de neutrones. En el acalorado debate, cada uno se emplea como si la República estuviera en peligro. En los medios se suceden las acusaciones cruzadas entre Onfray –que ha cosechado un gran éxito con la creación en su Normandía natal de una universidad popular gratuita– y los defensores del gran Sigmund, con el mediático Bernard-Henri Levy a la cabeza. Mientras Onfray asegura que la capacidad curativa del psicoanálisis equivale a la de la homeopatía, los psicoanalistas defienden sus métodos –y sus abultados honorarios– a capa y espada. Un melodrama deliciosamente francés.