TRIBUNA

'La eterna llama de los Kennedy', por Antoni Bassas

El apellido permanecerá atado a la justicia social

ANTONI Bassas

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En el Cementerio de Arlington están cavando la tumba para otro Kennedy, y todo el país lo mira impresionado. Por lo que fue y por lo que habría podido ser. Porque entonces eran más jóvenes o porque habrían querido serlo entonces, cuando la elegancia y el idealismo provenientes del liberal Massachusetts abrió una nueva era en la política norteamericana.

Y esta era, al poder identificarse con un solo apellido, adquirió dimensiones de periodo dinástico, ni que la dinastía solo hubiera conocido una generación que en menos de una década reinó y desapareció víctima de la violencia política, término con el que el compresor de la historia designa la suciedad freática que acostumbra a discurrir por el subsuelo del poder.

Edward Kennedy era el último eslabón vivo de esta historia, y un escalofrío sacude América cuando observa que los hermanos Kennedy volverán a estar juntos mañana.

La televisión se ha convertido en la custodia de la memoria colectiva, y la repetición continua de las sonrisas dentífricas y las banderas cubriendo los ataúdes de los Kennedy están grabadas a fuego incluso allí donde la tradición oral familiar no ha transmitido aquella historia frustrada. Parece como si recordáramos qué estábamos haciendo cuando Jacqueline Kennedy paseaba su desolación en negro, de la mano de un niño ahora también prematuramente muerto, que saludaba militarmente el ataúd de su padre. Y nos resultan familiares las corbatas estrechas y el copo rebelde de cabellos de Robert Kennedy. Incluso los más jóvenes saben que mañana asistirán al final de una época de triunfo y sangre que no han vivido. Como el espejo delante de un espejo, volveremos a ver a los Kennedy andando detrás de un féretro en Arlington.

En su discurso inaugural, el presidente John Kennedy proclamó que la antorcha había pasado a las manos de otra generación. Los hijos de aquellos Kennedy ya no sostienen ninguna antorcha. No tuvieron el suficiente valor, ni la suficiente vocación. El idealismo y la ambición se disolvieron en una solución de alcohol, de drogas, de descarga aligerada de un insoportable peso del apellido. Pero la llama no se ha perdido del todo. Todavía quema en las ideas de progres que aquí y allí no se resignan a unos EEUU reducidos a una idea de país hecha de Dios, de dólares y armas. La idea kennedyana de la sociedad alimenta la llama de lo que aquí llaman liberalismo. La misma preocupación de John por la paz mundial y las responsabilidades sociales compartidas en el país del individualismo. La misma preocupación de Robert por la educación y la garantía de la igualdad de oportunidades, «incluido yo mismo», dijo Obama antes de ayer. La misma preocupación de Edward por una extensión universal de la salud entendida como un derecho, que este verano ha tensado las fibras del cuerpo social. Todo esto existe en la América de hoy.

Kennedy es un apellido que quedará para siempre atado a la búsqueda de la justicia social. Los Kennedy, como lo sufrió Clinton, como ahora lo comprueba Obama, saben lo que cuesta hacer avanzar a este país. A veces cuesta la vida.