La tragedia de un éxodo

RICARDO MIR DE FRANCIA / AMMAN BEIRUT

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La última crisis en el Líbano ha puesto nuevamente de relieve la necesidad de encontrar una solución para los millones de refugiados palestinos desperdigados por el mundo. Y más cuando se cumplen 40 años de su último exilio forzoso, desencadenado por la guerra de los Seis Días (iniciada el 5 de junio de 1967) y la posterior ocupación militar israelí de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este. "Los refugiados sufren una permanente inestabilidad. Cada vez que hay una crisis importante en el mundo les acaba afectando", explica la abogada palestina afincada en Ammán Eva Abú Halaue.

Durante la primera guerra del Golfo fueron expulsados de Kuwait; tras el 11-S muchos se vieron obligados a emigrar de EEUU; en el Irak de hoy están siendo perseguidos y torturados por el trato de favor recibido del régimen de Sadam; y ahora, en el Líbano, vuelven a vagar, desplazados del gueto de Nahar al Bared en el que se les había confinado desde 1948. "Necesitamos un Estado, como todo pueblo, para sentirnos seguros y poder mirar al futuro con esperanza", apunta Abú Halaue.

Llaves oxidadas

El derecho al retorno --avalado por resoluciones de las Naciones Unidas como la 194-- sigue vivo en los campos de refugiados. Casi antes de aprender a leer, los niños conocen el origen de sus abuelos; se les iluminan los ojos al hablar de las tierras de la familia, de la vida sencilla y holgada, de la luz idealizada de Palestina. "Es la leche que hemos mamado y que les damos de mamar a nuestros hijos", explica Um Husein, empleada de la UNRWA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, en el campamento libanés de Aín Hilue.

Algunas familias conservan las llaves oxidadas de sus antiguas casas, hoy destruidas u ocupadas por inmigrantes judíos. Otras bautizan a sus hijos con nombres para no olvidar, como Tahrir (Libertad) o Amal (Esperanza). Y las hay, incluso, que tienen todavía el catastro oficial de sus tierras de labranza, como la de Abú Jaled, un anciano de 70 años que muestra en el campo libanés de Bedaui un certificado de registro de 413 dunam (equivalente a 413 kilómetros cuadrados), sellado en 1928, durante el mandato británico.

Pero su sueño de volver a la Palestina histórica es una utopía. Desde el punto de vista israelí, el retorno de los más de dos millones y medio de refugiados de la diáspora daría un vuelco a la demografía y acabaría con la mayoría judía de Israel. "Hay que ser realistas y Arafat en este asunto lo era", explica Moshe Amirav, uno de los asesores del entonces primer ministro israelí Ehud Barak en las negociaciones de Camp David del verano del 2.000. "Durante las negociaciones le propuso a Shlomo Ben Ami el retorno de unos 400.000. El problema, le dijo, son los refugiados del Líbano, donde viven en condiciones muy miserables".

A diferencia de Jordania, donde la mayoría poseen la nacionalidad y disfrutan de plenos derechos, en el Líbano los palestinos no tienen acceso a la ciudadanía, y están vetados para 70 profesiones y el grueso de los servicios públicos. En campos como Shatila, infame por la masacre cometida en 1982 por las milicias falangistas en connivencia con sus aliados israelís, 13.000 personas viven hacinadas en una barriada de 200 metros de ancho por 150 de largo. Algunos son tan pobres que queman los cables de la luz para despojarlos del plástico y vender el cobre. "Si el Líbano nos diera derechos, muchos nos quedaríamos aquí. Mi madre y yo nacimos en este país, tenemos nuestro pequeño negocio, y volver a Palestina significaría empezar de cero", apunta Mohamed Jalil frente a su pequeña empresa de alquiler de motos.

Fórmulas realistas

Pero antes, como mantiene la Autoridad Nacional Palestina, exigen que Israel reconozca su responsabilidad sobre los refugiados y su derecho, al menos en teoría, al retorno. "Hay fórmulas realistas para resolver el problema. Una minoría podría regresar a Israel, otros a Gaza y Cisjordania. El resto recibiría una compensación económica y podría quedarse en sus países de acogida con igualdad de derechos. Pero primero se debe crear un Estado palestino", afirma el intelectual Oraíb al Rantaui, uno de los líderes de la comunidad palestina en Jordania.

Su familia, relata, fue expulsada de uno de los campos de refugiados de Jericó durante la guerra de los Seis Días. "El Ejército entró y les amenazó para que cruzaran a Jordania. Intentaron quedarse hasta el alto el fuego, pero no aguantaron los bombardeos continuos de la aviación".

Desde 1948 hasta principios de los 60, entre 350 y 600 pueblos palestinos fueron borrados del mapa por Israel. Sus ruinas descansan bajo nuevas ciudades y carreteras o cubiertas por el follaje de los nuevos parques y reservas naturales israelís. Tras la guerra de los Seis Días, siete pueblos fueron arrasados, además del barrio de Mugrabi de la Ciudad Vieja de Jerusalén, derruido para ampliar la explanada del Muro de las Lamentaciones.

"Somos conscientes de que es una tragedia y de que hay que encontrar una solución. Pero no solo Israel es responsable, también los países árabes y la comunidad internacional", afirma Amirav, hoy profesor de Ciencias Políticas. Y propone además un gesto simbólico de reconocimiento. "Israel está abierto a crear un museo a la Nakba en Haifa, del mismo modo que hay uno dedicado al Holocausto en Jerusalén". La Nakba (catástrofe) es el nombre con el que los palestinos han bautizado la derrota árabe en 1948: el principio de su desposesión, el punto de partida de su travesía errante.