BELLVITGE, 50 AÑOS

El bloque resiste

El barrio de L'Hospitalet que se avista desde la autovía de Castelldefels cumple medio siglo, una efeméride  que sus 24.609 habitantes han querido aprovechar  para romper tópicos. Si el polígono nació en precario,  hoy ofrece un urbanismo amable, a medida del peatón. Sin una sola grieta: ni en los bloques de hormigón,  ni en la robustez del movimiento vecinal.

MUCHO espacio. Pese a su aparente aspecto de colmena, Bellvitge cuenta con amplias zonas verdes y parques. Cada bloque está situado a 40 metros de distancia del otro.

MUCHO espacio. Pese a su aparente aspecto de colmena, Bellvitge cuenta con amplias zonas verdes y parques. Cada bloque está situado a 40 metros de distancia del otro.

OLGA MERINO

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Quien haya conocido la periferia, los barrios de aluvión construidos durante el desarrollismo en torno a Barcelona y su corona, guarda idéntico paisaje en la memoria: solares, matojos, desmontes y sobre todo el barro, aquel fango bíblico que se amasaba en los descampados cuando llovía. El escritor Javier Pérez Andújar lo retrata con maestría en Los príncipes valientes (Tusquets, 2007): «La calle es ahora un barrizal, un versículo del Génesis, donde la tierra espesa, mojada, va agarrándose a los talones de la gente, a las ruedas de los camiones, […] y de este modo vuelven todas las cosas a su origen cenagoso».

Aunque Pérez Andújar se refiere en la novela a su infancia setentera en Sant Adrià y el río Besòs, la acuarela en tonos pardos que colorea bien podría valer para el Polígono Canyelles de la época, Can Franquesa, en Santa Coloma, o bien Bellvitge. Porque cuando nació este distrito de L’Hospitalet –las primeras familias se asentaron en agosto de 1965–,no había nada, salvo campos de cultivo, muy fértiles, eso sí. «En Bellvitge solo había aceras en torno a los bloques; lo demás era barro y montones de escombros», explica Emili Salas, afincado en el barrio desde hace 49 años.

Ni a Emili, tapicero jubilado, ni a Antònia, su esposa, les gustaba el lugar, pero se casaban en septiembre del 66 y necesitaban un techo donde empezar a remar la vida. En Sants, donde se habían criado, imposible adquirirlo, así que visitaron el piso muestra de la inmobiliaria Ciudad Condal y se embarcaron. El precio era asumible: según la publicidad de aquellos años, la vivienda costaba 250.000 pesetas, de las que 50.000 se pagaban como entrada y el resto a plazos durante 20 años, las letras de entonces. El piso aún no tenía electricidad: «Tuvimos que subir hasta el octavo a pata y alumbrarnos de noche con un quinqué durante la primeras semanas».

Beneplácito franquista

La empresa Cedisa, participada por Aiscondel en el 50%, puso las hormigoneras en marcha en 1964, con la construcción del primer bloque junto a la ermita. Como tantas otras constructoras de aquel tiempo, contaba con el beneplácito de las autoridades franquistas porque había que edificar a toda máquina para dar alojamiento a los miles de inmigrantes llegados a Catalunya entre 1950 y 1970, mano de obra destinada a la construcción y las fábricas que vivía en precario, de realquilados con mestressa y en las barracas de Can Pi y La Bomba. En ese periodo, solo L’Hospitalet llega a doblar su población pasando de 120.000 a 240.000 habitantes. Los nous catalans más numerosos: andaluces, extremeños, castellanos y leoneses, por este orden.

Bellvitge se construyó en un santiamén gracias a la innovadora tecnología del prebafricado (ver despiece). En apenas una década, a una velocidad meteórica, se culminaron 9.860 pisos repartidos en 77 edificios. Pero ¿con qué servicios? Nada. A la constructora le interesaba el dinero rápido. El quizá mayor polígono residencial de Catalunya se estrenó sin una guardería, ni una sola escuela, ni rastro de ambulatorio, ni un sistema óptimo para la evacuación de aguas residuales. «No fue llegar y, como decían ellos en la propaganda, ver que En Bellvitge hay vida. ¡I uns nassos! Había vida porque hubo unos vecinos dispuestos a salir para protestar por todo lo que no les parecía bien», dice el veterano Emili Salas. 

El transporte, más bien su ausencia, constituía una pesadilla. Emili, que lleva 30 años impulsando una colla sardanista en el barrio, se levantaba a las seis de la mañana, pero nunca llegaba puntual a la tapicería de la calle de Urgell. «Cuando pasaba el autobús de El Prat, nos echábamos al suelo para que parara. Y sí, paraba, pero no podíamos subir porque ya venía hasta arriba de gente». El metro, la línea roja, no llegó a Bellvitge hasta el 18 de octubre de 1989. El primer mercado, en abril de 1975.

Al principio, había un solo bar y escasísimas tiendas que cobraban precios abusivos. A veces, se acercaban al vecindario camiones-tienda. Y como las grúas convivieron con las huertas durante un largo tiempo, los pobladores compraban «lechugas, acelgas, habas» a los payeses, según recuerda Roque Fernández, actual presidente de la Asociación de Vecinos de Bellvitge y obrero jubilado de la Seat. Él mismo tenía que escaparse a hacer la compra a la Zona Franca en una motillo que tenía entonces.

Consistencia reivindicativa

Se da la circunstancia de que la inmobiliaria Ciudad Condal incentivó a las grandes empresas a que ofrecieran vivienda a sus empleados, de manera que todavía hoy algunos bloques del polígono se conocen como La Seda, el Butano o la Seat. También llegaron trabajadores de la Pegaso, Motor Ibérica o la Olivetti... Obreros especializados con experiencia sindical. 

Este hecho, en apariencia banal, dio al barrio una consistencia reivindicativa que no ha perdido. Si los obreros estaban por la mañana en el piquete de la fábrica reclamando mejores condiciones de seguridad o salariales, por la tarde, al acabar el turno, cortaban la Gran Via para pedir un semáforo. «Piense que la Seat era un laboratorio político con partidos de todas las tendencias; estábamos en todos los follones», aduce Roque Fernández, a quien la militancia le costó el despido de la empresa automovilística. Fueron tiempos muy duros; este obrero ponferradino solo consiguió la readmisión con la amnistía decretada tras la muerte de Franco. 

Hoy pervive el orgullo de barrio, de un barrio construido con el esfuerzo de la clase trabajadora y el respaldo de los cristianos de base. «Sin el papel de los curas obreros de entonces, en las reuniones clandestinas de la parroquia, no hubiésemos podido sobrevivir», reconoce Jaume Valls Piulats, quien trabajó como albañil en la construcción del hospital de Bellvitge y fue uno de los fundadores del PSUC en Lleida. Jaume confiesa que el director del Juan XXIII, el colegio de los jesuitas, que echó a andar en 1968, le entregaba dinero para los presos. A él, la lucha le costó torturas y que el Tribunal de Orden Público le embargara el piso.Tiempos de pelea; conseguir lo que se disfruta ahora costó lágrimas de barro.

Movilizaciones sonadas

Los vecinos reclamaron equipamientos y también se echaron a la calle tras las catastróficas inundaciones de 1971 y 1974, que anegaron bajos y semisótanos porque, en realidad, Bellvitge estaba construyéndose sobre los humedales de la Marina, en el territorio deltaico del Llobregat con sus impredecibles crecidas.Aun cuando los técnicos habían previsto un relleno que elevase varios metros el nivel del suelo, a todas luces resultó insuficiente.

Las movilizaciones más sonadas, sin embargo, tuvieron lugar bajo el lema No más bloques, una larga reivin-dicación cuyo punto culminante coincidió entre diciembre de 1975 y enero de 1976, justo cuando acababa de morir el dictador Francisco Franco. Los vecinos tumbaban las hormigoneras y echaban abajo lo que los albañiles habían levantado durante la jornada: no querían ni un gramo más de hormigón hasta que el barrio tuviera los suficientes servicios. Las mujeres, las amas de casa que conocían mejor que nadie las carencias del barrio, también estaban allí.

Exposición del cincuentenario

Los enfrentamientos con los grises, la policía armada, eran el pan diario. «Las porras no eran democráticas, pero ellos también se llevaron lo suyo. Alguna maceta cayó del balcón y también volaban piedras de las vías del tren», rememora Roque, de la asociación de vecinos. Al final, ganaron la batalla: las obras se detuvieron.

Si la previsión inicial era hacer 12.800 pisos, gracias a la lucha vecinal se quedaron en 9.860. «Se dejaron de construir 3.000 viviendas, el equivalente a 37 edificios, en una zona que hoy alberga los espacios libres mejor cualificados del barrio», explica Emili Hormias, quien junto con su compañera, Sandra Bestraten, tiene instalado un despacho de arquitectura en el corazón de Bellvitge.

Ambos arquitectos, profesores de la Universitat Politècnica de Catalunya, y el historiador Manuel Domínguez, presidente del Centre d’Estudis de L’Hospitalet (CEL’H), son coautores del libro Bellvitge 50 años. Historia de un barrio de L’Hospitalet e impulsores de una exposición sobre el cincuentenario que se exhibió durante el verano en el Col·legi d’Arquitectes y que actualmente puede visitarse en la biblioteca de la barriada (hasta el 18 de diciembre). Dos iniciativas cuyo principal objetivo es darle la vuelta al calcetín, desmontar los estereotipos asociados a Bellvitge desde su nacimiento.

Tal vez gran parte de la culpa la tenga la postal que se atisba desde la autovía. Camino al aeropuerto o en ruta hacia Castelldefels, el polígono ofrece la típica imagen suburbial de barrio de trabajadores, semiescondido pero a la vista, un puñado de bloques de hormigón desangelado, con esa pátina de extrarradio soviético que tienen las ciudades dormitorio. El mismo dominó proletario de la banlieue francesa. Esos mazacotes que suelen calificarse de colmenas, barraquismo vertical o «nichos para obreros».«¿Nichos? Me duelen esas definiciones porque no se ajustan a la verdad», replica la arquitecta Sandra Bestraten. «En realidad, se trata de viviendas de unos 70 metros cuadrados que reciben luz por dos lados y donde todo ventila. La construcción en altura (14 pisos contando el semisótano) lo que buscaba era liberar espacio público». Y el 90% del suelo en Bellvitge lo es.

Altura a cambio de espacio

Un paseo con la pareja de arquitectos permite constatar que las características del barrio vienen a confirmar las teorías del urbanismo moderno de Le Corbusier, que comprimidas a una sola sentencia podrían resumirse así: construyamos edificios más altos para obtener a cambio más espacio libre. Y, en efecto, atravesamos un magnífico parque, plazas, y amplias zonas verdes con árboles a veces plantados por los mismos vecinos (numerosos chopos del Canadá porque era la especie que les salía más barata). Cada bloque está separado a una distancia de 40 metros del otro, lo que ha dado lugar con el tiempo a la creación de zonas abiertas que en el barrio se conocen como «pipas».La calidad de los materiales, el hormigón, ha respondido muy bien al paso del tiempo: ni una mella estructural. No se escucha el tráfago de los coches. El eje peatonal que se forma entre la Rambla Marina y las calles de Europa y América constituye un espacio cívico continuo de 800 metros de longitud. ¿Más ideas preconcebidas? Bellvitge nunca ha sido una ciudad dormitorio, porque entre torre y torre existen nada menos que 1.140 puntos de lo que los técnicos denominan «unidades productivas»; es decir, comercios, oficinas, servicios. Tampoco es un barrio conflictivo.

Aunque los tópicos nacen del desconocimiento, tienen el empecinamiento viscoso de aquel barro de los primeros tiempos. ¿Ha tenido Bellvitge mala fama? No ayudó el rodaje en el barrio, a finales de los 70, de buena parte de la película Perros callejeros, de José Antonio de la Loma, uno de los mejores exponentes de lo que se dio en llamar cine quinqui. En la escena clímax del filme, El Torete, al volante de un Citroën Tiburón, embiste a un malhechor contra una tapia, una y otra vez con el morro del coche, hasta partirle las piernas... Y al fondo, el inconfundible skyline de los bloques.

Arrancar la costra

Los referentes literarios tampoco le han sido propicios. En Los mares del sur, la aventura de Pepe Carvalho que obtuvo el Premio Planeta en 1979, Manuel Vázquez Montalbán retrata Bellvitge, desdibujado bajo el nombre ficticio de San Magín, como suburbio duro donde pululan «muchachos con máscara de chulos de discoteca y músculos de condenados al paro». Aun así, el historiador Manuel Domínguez, responsable del CEL’H, la reivindica como excelente novela porque «trata y analiza al barrio con respeto y realismo, al tiempo que lo eleva al estatus de paraíso de pureza para un burgués, tal como lo fue Tahití para el pintor Gauguin y los europeos de finales del XIX».

En realidad, quienes han arrancado la costra de los estereotipos al barrio han sido sus habitantes –24.609 en la actualidad–, a través de la Asociación de Vecinos y de la comisión Bellvitge 50, que llevan al menos cuatro años recopilando material para el libro y la exposición, así como organizando diversos actos para un año de celebraciones. Ellos inventaron el lema Soy de Bellvitge / Sóc de Bellvitge para festejar el medio siglo. Así, con orgullo: es un barrio del que la gente no se marcha, por el arraigo y por la inexistencia de nueva construcción de viviendas. A la asociación no le consta un solo caso de desahucio. En la marejada de la crisis, han ayudado los abuelos, con sus buenas pensiones de las grandes factorías. 

Si los edificios no presentan ninguna fisura, tampoco la robustez del movimiento vecinal ha perdido fuelle. Se encerraron durante 222 días en el CAP de la Rambla Marina cuando pretendieron clausurarlo, en octubre del 2011, y todos los miércoles, a mediodía, un grupo de voluntarios recoge firmas frente al hospital contra los recortes de la sanidad pública. «No nos han regalado nada; todas las cotas de bienestar que tenemos las hemos sudado», aduce el portavoz vecinal Roque Fernández.Con razón las defienden, pues. Feliz cumpleaños, Bellvitge