No puede existir una última tarde con Marsé, no se puede avisar de que un día volverá, porque va a seguir en cada una de las líneas que escribió. También en aquella otra tarde, la penúltima. Tenía que visitarte en tu casa, acompañado de otros dos escritores. La hora era extraña, hacia las cinco y media, así que nos debatíamos inseguros sobre qué ofrenda llevar en la visita al maestro. Dos 'packs' de botellines (quizás pudiera alardear de abrir las cervezas con fuego, con el mechero) o unas pastitas (es posible que nos diera miedo quedar como unos flojos). Subimos sin nada, nos recibiste muy amablemente y jugamos a las sillas musicales. A mí, el más joven de los tres, me tocó un pequeño sillón algo desfondado, así que me sentía, en efecto, el más insignificante de la reunión.