La ecuación no es nueva. Un virus muy contagioso aventa el miedo. En nombre de la emergencia, el espacio público queda intervenido. Y en este repentino laboratorio social, el poder, que suele desempolvar la retórica bélica –"unidos contra el enemigo común"–, tiene libertad para reconfigurar el sistema (a menudo con saldo a su favor). Pasó con la peste negra, que a mediados del siglo XIV fulminó a una tercera parte de la población mundial, y que la Iglesia aprovechó para marcar el paso de la vida pública, y ocurrirá a cuenta de la covid-19, con la fortuna de que la razón científica da explicaciones más sólidas que "el castigo de los pecados" y que, tras décadas de lucha, existe una noción elemental de los derechos fundamentales.