La contracrónica

Los fantasmas de Goya

Si revindicamos todo lo reivindicable (la sanidad pública, la paz en Ucrania, los cortometrajes, la igualdad, la justicia en Irán, la diversidad, la salud mental, la valla de Melilla, el Sáhara, el 92% de paro en el gremio de actores, el cambio climático), la frivolidad del evento quedará justificada

Clara Lago y Antonio de la Torre.

Clara Lago y Antonio de la Torre. / EFE

Juan Sanguino

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Corren malos tiempos para las galas de premios. En Estados Unidos cada año pierden espectadores a paladas pero en España, curiosamente, no. Los Goya mantienen año tras año una audiencia tan fiel que los números sugieren que hay mucha gente que ve la ceremonia pero que no va al cine a ver las películas en cuestión. La gala de anoche estuvo llena de estrellas (hubo más entregadores que nunca) y, sin embargo, terminó marcada por las ausencias: la de Carlos Saura, la de Lola Flores, la de los premios a Alcarrás. La gala de los Goya fue la gala de los fantasmas.

Arrancar “la gran fiesta del cine español” (cliché que se pronunció a los 26 minutos de gala) con un Goya de honor que tenía textura de in memoriam es una decisión arriesgada desde el punto de vista televisivo, pero incontestable desde el punto de vista emocional. El cine de Carlos Saura ha construido este país. Carlos Saura se quedó a un día de recibir en vida el reconocimiento a su carrera y los Goya optaron por darle un lugar a la altura de su huella: los primeros 30 minutos de una gala de tres horas y media. Los fastos incluyeron dos vídeos distintos (en los que aparecían Rabal, Fernán Gómez o Lópe Vázquez, evocando que el cine español ya tiene más estrellas muertas que vivas), dos discursos de agradecimiento (el de su viuda y su hijo), un monólogo de Carmen Maura y una canción. Por qué te vas iba de perlas para la ocasión porque es la única canción que sirve tanto para estar deprimido como para estar de fiesta. Y su cometido anoche, versionada por Natalia Lafourcade, era servir como puente entre lo primero y lo segundo. Fue escalofriante escuchar a Eulalia Ramón leer un agradecimiento que Carlos Saura “escribió el otro día”. Si eso no es la vida, ¿qué es? Un día escribes un discurso y al siguiente lo recitas desde el más allá. Pero su fantasma siguió presente durante el resto de la gala, porque Saura está en todas las películas españolas: en los fuera de campo de Mantícora, en las elipsis de La maternal, en los personajes definidos por lo que no dicen de Cinco lobitos, en la meditación sobre la condición humana que propone As Bestas, en la exploración de los traumas infantiles que vertebra Alcarràs. La de anoche fue la gala de los hijos de Saura. Por eso toda la industria se puso de pie para ovacionar un homenaje que llegaba tarde. Un día tarde.

En el minuto 32 aparecieron los presentadores, Clara Lago y Antonio de la Torre, y abrieron con una mención a Turquía y otra a Ucrania antes de disponerse a ventilar los chistes de rigor casi disculpándose por el volantazo de tono. Y así, tardaron pocos segundos en demostrar el motivo principal por el cual las galas de premios parecen haber perdido su ímpetu: existe cierto pudor ante el concepto mismo de vestirse con ropa cara, celebrar un fiestón y repartir premios con la que está cayendo. Hay tantos motivos en el planeta para ponerse triste ahora mismo (y a lo largo de esas tres horas y media, nos los iban a recordar todos uno a uno) que convertir el arte en una competición para el entretenimiento de masas puede parecer un ejercicio frívolo, kitsch y hasta inapropiado. Por eso todas las galas, desde los Oscar hasta los Emmy o los Goya, sienten la necesidad de disculparse y, sobre todo, de buscar una coartada moral: si revindicamos todo lo reivindicable (la sanidad pública, la paz en Ucrania, los cortometrajes, la igualdad, la justicia en Irán, la diversidad, la salud mental, la valla de Melilla, el Sáhara, el 92% de paro en el gremio de actores, el cambio climático), la frivolidad del evento quedará justificada.Frívolo resultaría, por ejemplo, señalar que Antonio de la Torre iba más maquillado que Clara Lago. La pareja de presentadores recurrió a la autoconsciencia para responder a una pregunta, a estas alturas, ineludible: ¿Por qué alguien querría meterse en semejante marrón? ¿Qué persona no apellidada Sardà ha salido reforzada de presentar unos Goya en sus 39 ediciones? Lago y De La Torre enumeraron todo lo que podría salir mal y se dejaron asustar por otro fantasma que sobrevoló el Palacio de Congresos y Exposiciones de Sevilla: las galas pasadas. En concreto, una, la de hace 20 años. Jordi Évole fue el único en mencionarla explícitamente (“Aquella noche del 'No a la guerra' nos enseñó a no callarnos”), pero el espíritu de aquella ceremonia-alegato invadió la gala de anoche, sin duda la más reivindicativa de las últimas dos décadas.

La viuda de Carlos Saura.

La viuda de Carlos Saura.

También fue la más folclórica. El homenaje a Lola Flores, expandido con una actuación de su hija Lolita cantando Pena, penita, pena, no fue solo el momento más memorable de la noche sino que significa mucho: significa que el cine español revindica por fin su folclore. Reivindica la españolada. Ese cine que, de tan asociado al régimen y a los gustos de las masas, fue despreciado durante los años 80, 90 y 2000 por las élites culturales e ignorado por la Academia de Cine (un silencio, todo hay que decirlo, saldado con el Goya de honor a Mariano Ozores en 2016). Las películas como las que hacía Lola Flores fueron la única alegría para toda una generación de españoles, que llenaban los cines como nunca (entre las cien más vistas de la historia, pro ejemplo, sigue habiendo ocho de Manolo Escobar) y que al envejecer vieron cómo sus nietos despreciaban cualquier cosa que oliese a bata de cola. En varios momentos de la gala de anoche salieron imágenes de Sevillanas, la película con la que en 1992 Saura reivindicó nuestro folclore en un momento en el que el país sentía que necesitaba renegar de él para poder avanzar de una vez por todas hacia la modernidad. Un año, 1992, en el que la imagen de Lola Flores estaba tan denostada que no la querían dejar actuar en la Expo de Sevilla (ella misma protestó que solo participó porque Raffaella Carrà se empeñó). Lolita desplegó la turbo-folclórica con esos chasquidos y ese micro metido entre las tetas con la seguridad de que ella y su madre representan esas palabras muy nuestras que entendemos intuitivamente pero somos incapaces de explicarlas a un extranjero: duende, poderío, tronío. Y entre tanta poesía, Lolita se despidió con un agradecimiento mundano: “Gracias a Gestmusic”. Se sobreentiende, claro, que la productora de Tu cara me suena la tiene en nómina y de ella dependía que anoche pudiera actuar en Sevilla.

El folclore siguió dominando la noche actuación tras actuación. Desde Guitarricadelafuente versionando un tema que Antonio Flores (otro fantasma) compuso para su hermana Rosario hasta Manuel Carrasco, que abrió la gala con Cantares, de Joan Manuel Serrat (que está vivo, pero ya retirado), con un bronceado que bordeaba el blackface y acompañado de un coro en plan Jarcha compuesto por estrellas de ayer hoy y siempre como Maribel Verdú, Leonardo Sbaraglia, Myriam Díaz-Aroca, David Verdaguer o Amaia Salamanca (más Letizia que nunca) porque a veces ocurren cosas en los Goya que parecen el resultado de que alguien ha perdido una apuesta. Hay un productor de televisión que asegura que hay 34 famosos totales en España, 34 personas que funcionan en cualquier formato (“los he contado”, afirma) y que se van rotando de programa en programa: Lolita, Mario Vaquerizo, Paco León, etc. Pues en el caso de los cantantes el número se reduce a seis o siete. Carrasco es uno de ellos, que igual te sirve para abrir el Benidorm Fest que para unos Goya. Pablo López es otro. El cantautor versionó junto a Israel Fernández La alegría de vivir, la canción de Sobreviviré, aquella película en la que Emma Suárez se enamoraba de Juan Diego Botto (su mejor amigo gay) y que en 1999 llevó a un millón de espectadores a las salas de cine, muchos de ellos adolescentes. Y así, sin pretenderlo, aquella actuación invocó al fantasma de aquellos años en los que el cine español tenía músculo, tenía estrellas y tenía gente joven sentada en las butacas.

Lo que en realidad pretendía la actuación era iniciar un segmento LGTB, que incluía un montaje con películas queer que parecía regodearse en el tópico de que el cine español solo saca “yonkis, putas y maricones” y la aparición de los únicos entregadores de la noche miembros el colectivo (los únicos fuera del armario, se entiende): Abril Zamora, Javier Calvo y Javier Ambrossi (por poco no incluyeron a Carlos Cuevas). Ellos fueron los únicos entregadores que disfrutaron de un clip introductorio con imágenes de sus películas, La llamada y La vida por delante. La decisión es, cuanto menos, curiosa, y, cuanto más, cuestionable. ¿Por qué el resto de entregadores no entró al escenario precedido de un vídeo propio? ¿No habría sido fabuloso que Pol Monen y Fernando Esteso hubieran entrado acompañados de un montaje de ¿A quién te llevarías a una isla desierta? Agítese antes de usarla? ¿O que Ingrid García Jonsson y Arturo Valls hubieran aparecido con Explota explota y Torrente 2? ¿Y por qué no Marta Fernández Muro y Manu Ríos precedidos de un montaje de Arrebato y Élite?

Esteso sorprendió con un chiste sencillo, directo y eficaz (“Me he roto el tendón de Aquiles, que digo yo, ¿si es de Aquiles porque se me rompe a mí?”) de esos que hace 40 años llevaban a millones de españoles al cine y lo coronó con un momento conmovedor al pedirle a Agustí Villaronga y a Carlos Saura que le vayan escribiendo un guion porque se reunirá pronto con ellos. Un instante que le rompería el corazón a cualquiera, excepto, aparentemente, a los invitados a la gala de los Goya que le escamotearon un penúltimo aplauso al actor favorito de sus abuelos.

Para lo que sí se levantaron fue para ir a echar un cigarro durante el in memoriam. Clara Lago arrancó su única intervención en solitario sobresaltada por una mujer que regresaba con toda la calma a su asiento, se chocó con Lago y reaccionó sorprendida en plan: “¿Pero qué hace una presentadora al lado de mi butaca?”. ¿Sabéis, por cierto, quién no se levanta nunca en las tres horas y media de gala? Penélope Cruz. Lago entró con mal pie y pareció distraída durante el resto del monólogo, que, como había hecho su compañero Antonio de la Torre antes, consistía en saludar a un par de nominados y repetir el mismo chiste con los dos. A De La Torre le cuajó un chiste, cuando se agachó ante Denis Menóchet y exclamó: “¿Qué? ¿Te aburres, francés?”. Tiene gracia porque es verdad, pero también porque es una referencia a una frase ya emblemática de una peli que ha causado sensación entre el gran público. Para eso están las galas de premios. Y encima a Menóchet le compensaron dándole el Goya al mejor actor, rompiendo así una de las tradiciones favoritas de la Academia: traer actores extranjeros para tomarles el pelo durante toda la noche como si fueran guiris en una verbena y luego no darles el Goya.

De La Torre se desenvolvió con más comodidad que Lago, quien, eso sí, suplió sus distracciones con encanto y poniendo acento andaluz para enfatizar los chistes, a pesar de haber crecido en Torrelodones, en la mejor tradición de Terelu Campos. La estructura fija de chiste-reivindicación-chiste hizo que se echase de menos al Antonio De La Torre de los Feroz de 2018, ese que se paseó entre las mesas con pullas del calibre de “Emma Suárez y Adriana Ugarte, habéis hecho una interpretación impresionante fingiendo que os lleváis bien” y que fue recibido con aplausos entusiastas por parte de unos periodistas que habían cubierto (y sufrido) la campaña promocional de Julieta. Aquel Antonio De La Torre, por ejemplo, habría presentado a la pareja de entregadoras Petra Martínez y Belén Cuesta diciendo algo en la línea de: “Petra habría sido mejor Bárbara Rey que Belén”. Pero este no. Este solo se paseó por el patio de butacas para alabar a los cineastas nominados, darles las gracias y la enhorabuena por sus trabajos y, extrañamente, explicarles las sinopsis de sus propias películas. Y no hubo ninguna referencia a los Feroz ni a la agresión sexual que empañó su fiesta (si los Goya son la gran fiesta del cine español, los Feroz son su gran botellón), lo cual convirtió el incipiente Me Too español en otro gran fantasma de la noche.

Denis Ménochet, en la gala de los Premios Goya.

Denis Ménochet, en la gala de los Premios Goya. / EFE

Los presentadores defendieron con brío un no-guión que apenas exigía su presencia: fueron los presentadores menos... presentes de la historia de los Goya. Una introducción al principio, sendas intervenciones individuales y una breve despedida final. El resultado fue una gala funcional que salió del paso mucho mejor ritmo ritmo de lo habitual pero que careció de momentos verdaderamente comentables. ¿Es posible que con un simple abrazo (a su admiradora Clara Lago) Penélope Cruz generase el instante más televisivo de la noche? Es posible.Desde hace años, la gala de los Goya apuesta más por buscar la sonrisa del espectador que su carcajada. Se quedó cerca de esto último Arturo Valls cuando hizo playback con la voz de José Coronado, se volvió inmediatamente cien veces más sexy y nos dio algo que no sabíamos que deseábamos: a Coronado diciendo “una loba como yo no está pa tipos como tú”. El primer chiste de la noche que aterrizó en condiciones lo hizo Luis fucking Zahera: “Siempre he querido matar a un francés”, que además de chiste es spoiler. Y destacaron algunos destellos de humanidad: Carmen Maura diciendo de Saura lo más bonito que se puede decir de un muerto, que era “muy simpático”; Isabel Coixet celebrando que “Juliette Binoche hace cine sin fronteras y sin los putos algoritmos”; el in memoriam acordándose de operarios como José Varela, jefe de transportes (a esos los Oscar los pasan por alto); o Telmo Irureta agradeciendo a sus compañeras de reparto en La consagración de la primavera que sean “buenas” y hagan “las cosas muy bien”. A veces es tan sencillo como eso.

El último premio de la noche lo entregó Cruz acompañada de Myriam Díaz-Aroca, Ariadna Gil y Maribel Verdú. Si sus siluetas parecieron al fondo del escenario agarradas de la mano como si fueran Los vengadores es porque lo son. Las cuatro son historia de España cada una a su manera y Belle Epoque es un capítulo rutilante en esa historia: una obra maestra, un taquillazo, un segundo Oscar para España, un trampolín para Penélope y una fuente inagotable de anécdotas (como que Jorge Sanz llevaba la maleta llena de fuets y chorizos por si la comida de Los Ángeles no le gustaba) cuyo título se pasó toda la gala ininterrumpidamente en la esquina superior izquierda para anunciar que TVE la iba a emitir a continuación. Esas cuatro mujeres le entregaron un noveno premio a As Bestas que sentenciaba que en la noche en la que se sacó tanto pecho por las cineastas femeninas ganó el único hombre nominado (un palmarés tan irónico como conmemorar las nueve nominaciones de Pacifiction de Albert Serra en los Cesar durante la gala de unos premios que la han nominado en cero categorías) y la noche llegaba a su fin asediada por otro fantasma más: el de las galas futuras. Porque, ¿qué reparto podría aparecer dentro de treinta años en silueta y agarrado de la mano y causar en la audiencia la emoción que supuso ver a Penélope, Maribel, Myriam y Ariadna? Pero eso es un problema de la Academia de dentro de tres décadas. La actual bastante tiene con lo que tiene. Y bastante bien lo hace.

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