Mauro Colagreco. Un chef en la frontera

Este argentino está al frente del Mirazur, un restaurante de la Costa Azul que, según la crítica, es uno de los mejores de Francia

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PAU ARENÓS

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Menton es la última población de Francia. En su futuro está ser el primer destino gastronómico del país.

A pocos metros de la frontera con Italia, un paso permeable donde lo único firme son las señales, el restaurante Mirazur, un dos estrellas que figura en el puesto undécimo de la lista de The World’s 50 Best Restaurants.

El 2015 podría ser el año de este establecimiento que Mauro Colagreco Ciancio (La Plata, 1976) tomó bajo su mando en el 2006, cuando las malas hierbas sometían al jardín tras años de cierre. Meterse en el grupo de los 10 primeros y abrillantar el tercer estrellón sería colocar a Mauro, Menton y Mirazur, tres emes, bajo un letrero de neones y una flecha enorme.

Todo ha ido bien. Todo ha sido complicado.

Este hombre que emigró de Argentina en diciembre del 2000 y que se buscó la vida en Burdeos y otras periferias y sobrevivió al corralito –que lo dejó en la intemperie financiera– es en la actualidad el cocinero más destacado de Francia, según la diabólica cuenta de The World’s 50 Best, por delante de la nobleza, de los duques y mariscales, de Alain Passard, de Joël Robuchon, de Pascal Barbot, de Alain Ducasse, de Michel y Sébastien Bras y de Pierre Gagnaire.

Se formó con algunos de ellos, con el suicida Bernard Loiseau, con Ducasse y con Passard. Es en este último en el que se siente más reconocido y con quien aprendió a dar honores a lo vegetal. Corona el menú –no hay carta– con verduras y hortalizas y pescados y crustáceos y moluscos de la bahía, de ese Mediterráneo que llena la sala de Mirazur.

Ni mejor ni pero, solo diferente

Algún chef almidonado con la banderita en el cuello arrugó la permanente al saber que un extranjero, aun con tres lustros en el país, era el número uno, si bien Mauro ha administrado el triunfo con una protectora modestia. “Una semana después de The World’s 50 Best fui jurado del MOF (la elección de los mejores obreros de Francia), donde se encuentra toda la casta de cocineros ultra-franceses. Muchos me miraban con mala cara, pero una gran parte vino a felicitarme. Creo que al tener una visión y una percepción más abierta, mi cocina ha podido destacar sobre las de otros cocineros en Francia. Con esto no quiero decir que sea mejor o peor, solo que es diferente”.

Sentirse cómodo con Mauro es sencillo: la cercanía, la simpatía, la amabilidad, todo eso que se cultiva al sol. Quien lo acaba de conocer tiene la sensación de una vieja y aplazada amistad. Tampoco son cualidades comunes entre los de su rango, entre los duques y los mariscales.

¿Quién es este tipo que cocina en la frontera? “Soy un argentino formado en Francia y con orígenes italianos y vascos que no hace una cocina ni argentina ni francesa ni italiana ni vasca. El hecho de estar desarraigado me ha dado libertad de expresión en este territorio de frontera donde solo el producto guía mi cocina”.

Este primer contacto sucede el último sábado de julio por la mañana ante un café y una vista fabulosa de la bahía, rayada de azules. Mirazur, con tres plantas, es un mirador.

Mirar el azul. Mirar al sur. El cocinero asume las dos acepciones.

A la derecha, Menton y las casas de colores y esos jardines que le han dado fama y que amarillean con los limoneros, cuyo fruto es el emblema de la localidad. A la izquierda, Ventimiglia y después toda Italia.

Cruzar muchas fronteras para vivir en una

Hablar con Mauro es hablar de la frontera, en un sentido alegórico, aunque, en cierto sentido, real. Ha tenido que cruzar muchas fronteras hasta habitar una de ellas. “En los años 40, la gente se detenía en Mirazur a cambiar monedas, a tomar un plato de pasta, una limonada”.

Quien conoció este paso a finales de los años 70 del siglo XX sabe que los aduaneros eran severos y que miraban en el interior de los coches, tal vez un Seat 850, con mentones sin afeitar y axilas bochornosas.

Las carreteras eran pésimas y aguillotinaban los Alpes hundidos en el mar. Nada de eso existe y se pasa de Francia a Italia y a la inversa con una asombrosa ligereza. El intercambio de turistas es permanente. ¿Por qué no? El mar siempre es el mismo.

“Pero no los productos, que cambian. Son distintos por la diferencia cultural entre un país y otro. En Italia gusta más el amargo, así que producen ciertas verduras. En Francia, la pesca de peces grandes es mejor que la del lado italiano, donde se han especializado en gambas, calamares, anchoas. Y yo sin ser de unos ni de otros lo conjugo todo”. Comparten el mismo suelo y el mismo cielo y el mismo mar, pero es la tradición, la costumbre, la que los dirige.

El hijo menor del cocinero, Valentín, acaba de cumplir 1 año. Tiene otro, Lucca, con 6, de la primera pareja, Daniela, la mujer que viajó con él desde Argentina en aquel lejano 2000 y que, con Mirazur y Lucca recién nacidos, regresó a Buenos Aires. “Nos separamos tres años después de abrir Mirazur. Lucca tenía seis meses. Fue muy duro seguir”.

Si Mauro señala algún dolor es ese, que Lucca vive lejos, que los dos hermanos crecen en dos continentes. De noviembre a enero cierra este sur y busca el otro para pasar tiempo con el hijo ausente. “Recuerdo que mi padre me llevaba a pescar y que ese es un recuerdo que se me ha fijado de forma permanente”. Quiere construir el mayor número de momentos felices para Lucca y Valentín. “Cuando se conocieron, tan pequeños, hubo magia”.

Ahora viaja en un coche camino del mercado de Ventimiglia, adonde va cada 10 días, perdido el hábito de hacerlo más a menudo, impedido por otras obligaciones.

Se le ve dichoso, alborota a los vendedores, manosea, discute. Julia Ramos, su mujer, madre de Valentín, la estudiante brasileña de Ciencias Políticas de la que se enamoró en Toulouse, observa el remolino: "Solo a él le permiten tocar el género". Salmonetes y gambas de San Remo en el puesto de Riccardo; miel con sabor a avellanas, en el de Bruno. Llena bolsas de plástico y cajas de cartón. Unas irán al restaurante; otras las llevará él a Bordighera, a la finca Selvadolce.

El cumpleaños de Valentín

Para celebrar el cumpleaños de Valentín han viajado, desde La Plata, el padre y la madre, Luis y Rosa, y con otros amigos enciende una barbacoa en la bodega de su amigo Aris Blancardi, elaborador de vinos biodinámicos.

Rosa y el potaje de gallina; Luis y el 'strudel'. Son las especialidades de ambos: esa es la memoria de Mauro y sus hermanas.

Selvadolce, otra vista sobre el mismo mar, donde Aris cultiva vides sin pesticidas desde que su padre le hiciera la pregunta: “¿Tú qué quieres hacer con esta tierra? ¿Plantar o construir?”. Salvó el suelo, muerto por los abonos que su familia, especializada en plantas ornamentales, usaba para embellecer Europa con flores. Lo hermoso, a veces, nace del veneno.

En la tierra recuperada, el equipo de Mauro, y él mismo, agasajan con la parrillada de salmonetes y gambas, con carpacho de amanita caesarea que aliñan con avellanas tiernas, con unas pizzas con anchoa y tomate que el italiano Antonio Buono amasa y hornea a la vista de los comensales. Una mesa comunal cubierta con una alfombra de focaccia, con las rodajas de salchichón con semillas de hinojo y con los pedazos de la 'bistecca alla fiorentina' que el argentino Gonzalo Benavides ha asado, un corte antológico del loco y afamado carnicero Dario Cecchini, declamador de los versos de Dante.

Horas después del asado, Ricardo Chaneton, venezolano, jefe de cocina, que ha asistido a Antonio y a Gonzalo en los quehaceres campestres, dirá de la manera de trabajar en Mirazur: “Mucha cocina y poca máquina. El punto del pescado lo sabemos tocándolo, no con un aparato que controla la cocción exacta. El cocinero, por supuesto, puede equivocarse”. Esa artesanía y espontaneidad son lo que hay en común entre el primitivismo al aire libre de la brasa y la sofisticación bajo cubierto del restaurante. Por eso no hay carta, porque los productos del día y el capricho de la estación deciden el menú.

En Selvadolce, el cocinero ha sentado con su parentela a André Chiang, nacido en Taiwán y jefe del restaurante André, establecimiento de Singapur en la agenda de los gurmets con jet lag. Educado también en lo meridional –“me gusta mucho la cocina del sur de Francia”–, André ofrecerá con Mauro, ese domingo por la noche, 18 platos en un ejercicio a cuatro manos, en una de esas jams a las que son aficionados los cocineros y que permiten el intercambio entre profesionales, la cocina trolley.

Los paquetitos de cangrejo con pera congelada y rallada –curioso– del taiwanés quedarán por detrás de las gambas y los chipironcitos con flores y guisantes y cebollas y esa crema de limones del anfitrión. A Mauro le tira lo asiático. Su primera apertura lejos de Menton ha sido Único, en Shanghái. Piensa “en probar mercados como EE UU o Gran Bretaña”.

Mauro se ocupa de los padres, y del padre de Julia, su mujer, también convidado, y es ese tipo de atención intensa con la que se intenta compensar las separaciones forzosas. La última botella que abre Aris es un vino que llama Valentino. En honor del hijo del amigo. Pero, sobre todo, para honrar el nombre de su propio padre, de Valentino Blancardi.

Esta es, al fin y al cabo, una historia de padres y de hijos y de partidas y de regresos y de cómo la mesa reúne. La mesa rompefronteras. También los gurmets atraviesan mundos para sentarse y compartir.

Menton no es París

Después de la excursión a la viña, el servicio de la noche. El comedor está lleno, la temporada arde. En marzo sucedió un hecho insólito, tuvieron dos ceros, dos servicios sin clientes: “Algo que me es difícil de explicar. Espero que no se repita…”. Menton no es París, las estaciones lluviosas son largas. También fue una advertencia: confiarse es morir.

Hay grandes barcos en el puerto, se rumorea que ha atracado 'Eclipse', el yate de Roman Abramovich. Desde lo lejos, mástiles con bombillitas, como una decoración de una fiesta mayor. Por estas aguas surca un lujo políglota.

Rut Cotroneo, la 'general manager', sumiller con experiencia internacional (ex Mugaritz y ex The Fat Duck), entiende que el mejor barco de la Costa Azul es la cazuela: “Mauro cocina el territorio, lo que le da”. Algo muy físico, ingredientes de los dos huertos o de los mercados cercanos o de la barca Prospere, que tripulan Lionel y Manuela.

Por su sencillez, por su esencialidad, el aperitivo es de alto riesgo: tomates frescos del jardín, sin más. A algún esnob puede que se le caiga el monóculo. Siguen con el pan “para compartir”, una hogaza tierna para la comunión de los comensales. Después, el desparrame vegetal, los jardines de Babilonia.

La ostra con texturas de pera, inesperada compañía para el molusco.

Ensalada de judías con cerezas, vinagre de pistacho y carpacho de calabacines, frutas, verduras, la clorofila que cruje en la boca. De niños sabíamos que los pendientes más suntuosos los formaban las cerezas.

La propiedad Rosmarino es ubérrima, incluso aloja las ruinas de un palacio. Frutales entre muros abatidos, justa alternancia de poderes. “Es una finca abandonada. Por suerte para nosotros, no se han obtenido los permisos para construir, lo que nos permite seguir explotando el terreno”, cava Mauro.

Los chipirones y las canaíllas en un caldo de tamarindo, limpieza y acidez, refresco estival. En el siguiente servicio, la cocción del calamar con declinación de alcachofas es virtuosa: “Solo cortado transversalmente y a la plancha”. Solo. ¿Solo? Calamar entre calamares.

Con el mismo descaro que al inicio, dos platos de pobre trabajados para que sean ricos: los garbanzos con patatas y tripa de bacalao (y escórpora, pero qué más da que lleve o no pescado) y los tendones de ternera con ajo negro. Fue Mirazur caseta con humildes viandas cuando existían las fronteras y sigue en la senda de lo popular llevado a la máxima expresión. El postre exprime el cítrico: crema de azafrán, espuma de almendra y sorbete de naranja.

Se agarra el cocinero a la Tierra, aunque lo que ofrece esta casa ha sido construido en el aire, desde ese ventanal que mira al Mediterráneo. Un mar lo llevó a otro. Comía en el Akelarre de Pedro Subijana, en San Sebastián, abierto al Cantábrico, y se soñó capitán del puente, señor de un panorama similar. La voz de unos amigos llevó hasta otros y un día se sentó frente al millonario Michael Likierman, dueño del edificio de Mirazur. Aunque sabía que era imposible pagar el alquiler de aquel nido, al inglés le agradó la vida del trotamundos y se lo cedió a un buen precio. “Solté una plata que no tenía”.

Por supuesto, no quiere irse de aquí, este es su lugar, el sitio en el que habita con Julia y con Valentín, donde es de todas partes sin ser de ninguna, donde habla en castellano, en francés y en portugués en una alternancia vertiginosa, sin percibir cuándo pasa de una lengua a otra porque los tres son los idiomas de la familia.

En el 2012 lo nombraron Caballero de las Artes y las Letras, al descendiente de emigrantes vascos e italianos –gente “nacida en el barco”–, al nieto del zapatero Oreste Colagreco, al nieto de Amalia Blanco, que lo reconfortaba con raviolis de espinacas, sesos y nuez.

“Fue muy fuerte, casi diría que la consagración más emotiva. Ver a mis padres emocionados, llegados de Argentina para acompañar a su hijo que se había ido 11 años atrás, apenas sabiendo algunas palabras de francés y sin conocer a nadie, y que el Estado francés me reconociese por la aportación a la gastronomía. Fue lindo. Sobre todo me afirmó en mi interior como un cocinero aceptado por los franceses”.

Porque, a veces, alguien dice, todavía: “Ça va l’argentin”.

El lunes, día de fiesta, 'l’argentin' come en La Merenda, el restaurantito de Dominique Le Stanc en Niza. Es incómodo, pequeño, los comensales se sientan en taburetes pegados los unos a los otros, pero dobla servicios como quien dobla servilletas.

La dictadura mediática

La pasta al pesto es increíble; la tartaleta de tomates, una esponja; la tripa, un íntimo enredo. Sin embargo, su mayor lección es otra: hace 17 años dejó las dos estrellas del restaurante Chantecler para refugiarse en esta madriguera. ¿Por qué? Dominique responde como ha respondido tantas veces: “Porque tenía a mis órdenes a 25 cocineros y no cocinaba”.

La dictadura mediática, el convertirse en un chef distinto del que se quiso ser, acobardado y rehén de las opiniones ajenas, encadenado al ego y al éxito. Hablar del suicidio de Loiseau es apropiado: “Fue terrible. Loiseau me abrió las puertas de la alta cocina. Una gran pérdida, pero también una gran lección. Saber hasta dónde puede llegar la pasión, la imagen que uno proyecta, lo importante que es saber vivir”. 

Mauro piensa en eso y, como la mayoría de chefs, sueña, de una forma breve y exultante, en apartarse de listas y estrellas y volver a lo básico. A la mesa familiar en Selvadolce en la que cortó y aliñó la amanita caesarea con aceite y avellanas tiernas y las pizzas volaban recién hechas. El espejismo se borra y la realidad regresa con afiladas esquinas. Pero ¿por qué no entregarse a otro sueño más inmediato y posible?

¿Y si Menton se convierte en el primer destino gastronómico del país?