ENTREVISTA CON MICKY

"Eurovisión era un festival, ahora es un 'show'"

El representante de España de 1977 echa de menos "el glamur" de los festivales de antaño

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Juan Fernández / Madrid

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Hace 42 años, otro Micky, con más edad y menos pelo que el de ahora, representó a España en Eurovisión. Quedó en mitad de la tabla, y aunque llegó al certamen con una sólida carrera a sus espaldas -primero junto a Los Tonys y luego en solitario-, aquel noveno puesto agrandó aún más la simpatía del público hacia ‘el chico de la armónica’, que a partir de esa noche se convirtió para muchos en ‘Micky el de ‘Enséñame a cantar”. A mucha honra, dice.

-¿Qué sensaciones tiene al recordar su paso por Eurovisión?

-Las mejores. Hay artistas que reniegan del festival después de haber participado en él, lo consideran una mancha en sus carreras. No es mi caso. Yo lo recuerdo con una sonrisa. Me divertí, tuve una gran actuación y me aportó mucho. Hoy sigo haciendo bolos y si no interpreto ‘Enséñame a cantar’, no me pagan. En ocasiones me obligan a cantarla varias veces. Y eso que yo no quería ir a Eurovisión.

-¿Por qué?

-Porque me enviaron sin preguntarme. Me enteré casi de casualidad, cuando nos telefonearon a casa de Fernando Arbex, el batería de los Brincos y autor del tema, mientras veíamos un partido de fútbol. Sin contar conmigo, Ariola había presentado el tema en Televisión Española y a Ricardo Suárez, el hermano del presidente, que era un alto cargo de la casa, le pareció que yo podía hacer un buen papel porque venía de triunfar en Europa con ‘Bye, bye Fraulein’ y era hijo de una alemana.

-No se equivocó.

-Pues en las apuestas no nos daban ni un voto. Pero llegué a Londres, hice la primera prueba, y un comentarista de la BBC empezó a correr la voz: “¡Ojo con el cantante español, que tiene los zapatos pulidos de estar sobre los escenarios!”. Y era verdad. Yo llegué a Eurovisión hecho un veterano.

-Entonces, el festival no le intimidaría.

-La verdad es que no, y eso que tuvimos algún problemilla. Tras el primer ensayo, se nos acercó un realizador, el listillo de turno, y nos dijo: "¡Impossible, impossible, the song must be shorter!". No nos dejaban más de tres minutos, pero nuestro tema duraba 3:17. La solución la encontró Rafael Ibarbia, el director de orquesta, que propuso cantarla más deprisa. Y acertó, porque así le dimos más ritmo y alegría.

-¿A qué le supo aquel noveno puesto?

-A mí, a gloria, porque no partíamos con grandes expectativas, aunque en España la gente estaba muy ilusionada. Acababa de llegar la democracia y en la revista El Papus me sacaron en portada metiendo un pie en una urna y jugando con lo de ‘enséñame a votar’. Pero antes de partir para Londres, los cámaras de Televisión Española nos rogaron que, por favor, no ganáramos. Aún les debían las horas extras que habían echado en 1969, cuando España organizó el festival tras el ‘La, la, la’ de Massiel.

-¿Sigue viendo Eurovisión?

-¡Religiosamente! No me pierdo ni uno. Por deformación profesional y porque quiero ser yo quien juzgue y que nadie me cuente milongas. Además, soy de los que siguen el rito tradicional. Agarro una octavilla en blanco, hago un cuadro con el nombre de cada país, la canción y el intérprete, y al lado dejo un hueco para puntuarlo.

-¿Suele acertar con el ganador?

-Casi nunca. O tengo un gusto muy exigente, o no estoy en la onda de lo que ahora se estila, pero mis votos suelen ir por un lado y el resultado, por otro. Bueno, a la ganadora del año pasado la puse en tercer lugar en mi porra, no está mal.

-¿Cómo ve hoy el festival?

-Prefiero el glamur de antes. Aquellas actuaciones con orquesta en directo tenían una emoción que ahora no veo. Ahora, Eurovisión es luz, color y efectos especiales. Flases por aquí, fuegos artificiales por allí y todo el mundo saltando y bailando. Eurovisión era un festival, ahora es un show. Ha perdido su esencia, que es ver a artistas cantar.

-¿Qué le parece Miki, el representante español?

-Me gusta, y su canción, también. Tiene una sonrisa muy contagiosa y lo hace muy bien. Ojalá le vaya, como mínimo, tan bien como a mí, que desde entonces no he dejado de cantar.

-Dele un consejo.

-Que no pare de sonreír, es su gran baza. Y que disfrute. Del festival y de la experiencia. Tiene 23 años, no todo el mundo puede vivir a esa edad una aventura exótica en Tel Aviv.

-Dice que sigue cantando. ¿A sus 75 años, cuál es su plan de vida?

-El año pasado saqué un disco, ‘Desmontando a Micky’, el segundo de la trilogía que estoy preparando con Jorge Muñoz-Cobo, de Doctor Explosion, y protagonicé un cortometraje, ‘Los Bermejo’, que ha sido muy premiado. Con mi banda, Los Colosos del Ritmo, sigo haciendo bolos por todo el país. Lo mismo actuamos en garitos que nos marcamos un Sonorama. ¿Mi plan de vida? Morir encima del escenario, o cerca de él.

-Entonces, de la retirada, ni hablamos.

-A mi edad, si te paras, malo. Estar activo es lo que me mantiene el espíritu alerta. Tengo los achaques propios de alguien que se ha machacado mucho. Oiga, yo me bebía 500 cubatas en una hora, y eso pasa factura. Me duelen todos los huesos, me duele hasta pensar, pero tengo amigos de mi edad que están mucho peor, y otros ni están. Una señora me decía el otro día que yo ya solo estoy para pedir salud, no rock and roll. Puede, pero donde me llamen para cantar, voy.

-¿Volvería a Eurovisión?

-No se atreven a proponérmelo.

-¿Cuál es el secreto del ‘hombre de goma’ para seguir tan activo?

-Tengo una poción mágica, como Asterix. Cada mañana me meto un chute de erísimo y agrimonia, que son unas hierbas que me recomendó un tenor ruso, y desde entonces estoy como una flor. Bueno, también me tomo una pastillita para no sé qué, otra para no sé cuánto y otra más para algo más. Pero eso ya es crónico. Ah, y cada mañana camino nueve kilómetros por la playa. Mientras ando, voy grabando en un aparato lo que se me va ocurriendo.

-¿Nueve kilómetros?

-Sí. Vendí todo lo que tenía en Madrid y ahora vivo en Cabo Roig, en Alicante. Mi casa está junto al chalé de Narciso Yepes y cada mañana, al pasar por delante, miro al cielo y le digo: “Venga, Narcisito, mándame un poco de inspiración”. Soy un tipo muy abierto, y como hablo con todo el mundo, aquí tengo muchos amigos. No paso más de cinco días malos en todo el invierno. Esto es el paraíso.

-Cuando echa la mirada atrás, ¿cómo ve su carrera?

-A veces me reprocho a mí mismo no haber aprovechado mejor las oportunidades que tuve, que fueron muchas, para haber sido más número 1 de lo que fui. Pero no me quejo, estoy contento, porque percibo el respeto de la profesión y el cariño del público. No está mal para el hijo de un diplomático que se hizo músico por casualidad.

-¿Cómo ocurrió?

-Vivíamos en el Líbano, iba al colegio bilingüe, y un día pidieron voluntarios para hacer actividades teatrales. Como me aburría en los recreos, me apunté. Recuerdo que hicimos a Molière y luego montamos una coral para Navidad. Empecé a observar que me daban de merendar mejor que a los demás y que me aprobaban las asignaturas por ser el artista de la clase. Y oye, yo soy bastante tonto, pero no tanto. Así que un día le dije a mi padre que esto de ser artista era un chollo.

-¿Qué le dijo?

-Que le había salido rarito. En realidad, lo mío se lo debo a él, porque todos diplomáticos tienen un punto de bohemia natural. Imagino que sabe el chiste: “¿Conoces a los hijos del señor Dupont? El primero se metió a diplomático y el segundo tampoco hizo nada en la vida”. Estoy exagerando, porque estar al frente de una embajada también tiene lo suyo, pero mi padre era un bohemio como yo, le encantaba la música, era muy amigo de Ataúlfo Argenta y de Narciso Yepes. Y yo he heredado sus genes.

-A usted le dio por hacerse yeyé.

-Sí, y eso es algo que ya no se te quita nunca, porque es una filosofía de vida, no un estilo musical. Lo del ‘hombre de goma’ me lo puso la prensa porque no se explicaban las contorsiones que hacía en el escenario. Pero me salían así, nunca las ensayé delante del espejo. Luego vino lo de ‘El chico de la armónica’ y Eurovisión, pero el espíritu yeyé se quedó conmigo para siempre.

-¿Dónde lo aprendió?

-Mis referentes eran Los Animals, los Beatles, los Stones, los Kinks… Es de donde provengo. Si te dedicas a la música, haber crecido en los 60 es una ventaja. En España, apenas había yeyés. Estábamos Los Pekenikes, Los Relámpagos, y nosotros, Micky y los Tonys. En Catalunya estaban Los Sírex, Los Mustang, Los Salvajes y poco más. Luego llegaron Los Bravos y Los Brincos, pero al principio éramos cuatro gatos. Lo que pasa es que salías un día en la tele y te veía todo el país. Eran otros tiempos.

-¿Lo de morir en el escenario es una promesa?

-Tiene que ver con esto que hablamos de ser yeyé. No lo puedo evitar, he nacido en el mundo del rock and roll y quiero terminar ahí. Ya estoy pensando en mi nuevo disco. Se titulará ‘El Hombre de goma 2’. Va a ser explosivo.