LONDRES VIVE UNA INTENSA JORNADA DE FERVOR MONÁRQUICO

'God save Catalina'

El príncipe Guillermo y Kate Middleton se unen en matrimonio en una ceremonia perfecta entre el entusiasmo popular

El príncipe Guillermo sonríe a su flamante esposa, Catalina.

El príncipe Guillermo sonríe a su flamante esposa, Catalina.

BEGOÑA ARCE

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Vestida con un traje de novia años 50, creado por una diseñadora de vanguardia, Kate Middleton se convirtió ayer en Catalina, la futura reina de Inglaterra. El instante en que la joven con una licenciatura en arte como único título se transformó en Su Alteza Real y joven promesa de la monarquía británica ocurrió exactamente cuando el arzobispo de Canterbury bendijo su unión con el príncipe Guillermo de Gales en la abadía de Westminster. La reina Isabel II, abuela del novio, dispuso que la pareja recibiera los títulos de duques de Cambridge. The firma (la empresa), como popularmente se conoce a la familia real británica, hizo un hueco a la recién llegada que, en tan trascendental día, volvió a mostrar la sonrisa fotogénica, el aplomo y la compostura con que se ha ganado la posición que ocupa. La debutante avanzó hacia el altar con paso seguro y no cometió ni un solo error.

Faltaban nueve minutos para las once de la mañana cuando, con el rostro cubierto por un pudoroso velo, la que aún era Kate dejó el Hotel Goring en un Rolls-Royce Phanton VI. A su lado iba su padre, Michael, y delante, junto al chófer, una dama que, a pesar de la pamela y la sonrisa, estaba trabajando en un día festivo; la sargenta Emma Probert es la atractiva guardaespaldas asignada a la protección personal de la nueva estrella de la realeza. Dentro del templo, transformado en un bosque salpicado de pamelas y chaqués, esperaba nervioso el novio. Guillermo, con el uniforme rojo de coronel de la guardia irlandesa -un rango honorífico en su caso- había llegado acompañado de su hermano.

Enrique, padrino impecable

El príncipe Enrique, también con uniforme de capitán de caballería, fue un padrino impecable en contra de las maliciosas apuestas que le creían capaz de olvidar el anillo o dejarlo caer al suelo. Mientras hacían tiempo, los dos se acercaron un instante a charlar con su tío, Charles Spencer, el hermano de Diana, que en aquel mismo templo, en el funeral de la princesa muerta en París, había lanzado un discurso acusatorio contra los Windsor. La multitud que lo escuchaba fuera recibió ese día sus palabras con una ovación, aunque la simpatía hacia él fue efímera. La familia real sobrevivió a aquel juicio popular y desde entonces ha corrido mucha agua bajo los puentes del Támesis. En una jornada como la de ayer, Diana debió estar presente en el corazón de sus hijos, pero para el resto de los participantes en la ceremonia solo fue un vago recuerdo. Camila, duquesa de Cornualles, ocupaba un lugar preferente con su marido, el príncipe Carlos. Su nieta era una de las damas de honor. Su exmarido, Andrew Parker Bowles, estaba sentado unos bancos más allá. Isabel II ha recuperado el favor de sus súbditos como la figura más respetada de la realeza.

97 metros de alfombra roja

Vestida con un traje amarillo canario y un sombrero del mismo color, la soberana y su esposo, Felipe de Edimburgo, fueron los últimos invitados en llegar antes de la aparición de la novia. Marcaban las once en punto en el reloj de la abadía, repicaban las campanas y sonaba el himno I was glad, de Charles Parry, cuando, paso a paso, la que cada vez era más Catalina y menos Kate fue recorriendo los 97 metros de alfombra roja que la separaban del altar. «Estás preciosa», le dijo Guillermo al verla al fin a su lado, según pudieron descifrar los que leyeron sus labios. El casi millón de personas que seguía el enlace, repartidas entre la avenida del Mall y las pantallas gigantes de Hyde Park y Trafalgar Square, pensaban lo mismo que el novio. Ni siquiera el ligero exceso de maquillaje arruinaba su belleza.

Entre la multitud se hizo un silencio de esos que solo se producen en los grandes momentos cuando, tras repetir los votos matrimoniales que les iba dictando Rowan Williams, primado de la iglesia anglicana, Guillermo y Catalina se dieron el sí. «I will», dijeron ambos. Lo que vino después fue un estallido de aplausos mientras en la abadía, los novios, tras forcejear ligeramente con el anillo y recibir la bendición final, pudieron sentarse aliviados.

La música de Bach, Britten y Elgar se fue intercalando con la lectura de salmos y el sermón del obispo de Londres. «Rezo para que todos los que están presentes aquí y los millones que están viendo esta ceremonia, compartiendo hoy vuestra alegría, hagamos todo lo que esté en nuestra mano para apoyaros en vuestra nueva vida», decía el reverendo Richard Chartres, amigo personal del príncipe de Gales. En la sacristía, los recién casados firmaron en privado en tres registros.

Dos besos en el balcón

Durante el desfile en carroza descubierta, Catalina demostró que también sabe ya saludar a la multitud, a la manera particular que lo hacen los miembros de su nueva familia. Los cielos fueron clementes y la lluvia no arruinó el paseo. En el balcón del palacio de Buckingham, la pareja puso la guinda a un gran show televisivo, besándose, no una, sino dos veces. El tiempo dirá si la apuesta de los Windsor ha sido esta vez acertada. Isabel II parece estar segura. «Ha sido increíble», dijo al llegar a Buckingham, tras la ceremonia, según se pudo escuchar por televisión.