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Los restaurantes de Pau Arenós

Restaurante El Rectangle: la hermandad del hierro, el fuego y la tinta

Tres amigos y socios, y compañeros de trabajo en distintos restaurantes, han decidido abrir una pequeña casa con barra, comedor y brasa ‘japo’

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Carlos Arocha, Marcos López y Martí Badia, en El Rectangle.

Carlos Arocha, Marcos López y Martí Badia, en El Rectangle. / Victòria Rovira

Pau Arenós

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El Rectangle podría referirse al espacio largo y estrecho, frecuente en la Barcelona restaurantil. si bien habla de otra geometría: la de los platos de metal, que buscaron por funcionalidad y resistencia.

«Platos apilables que al limpiarlos no se rompen», dicen. El triángulo lo construyen dos cocineros y un sumiller: Martí Badia (1996), Carlos Arocha (1993) y Marcos López (1997). El tercero, tatuador profesional, ha dibujado la piel de los otros dos.

El Rectangle

Sepúlveda, 23, Barcelona

Tf: 936.432.029

Precio medio (sin vino): 50 €

Esta novedad cumple con la estampa del pequeño restaurante gurmet, que a menudo nombran como bar en busca de agrado y desenvoltura: jóvenes, socios o parejas; barbacoa (una 'hibachi' japonesa), tatuajes con referencias al oficio, pinchos, bigotes, vinos naturales, cartas cortas con enunciados de dos o tres palabras, descaro y proximidad en el trato, producto asequible, menaje práctico, servilleta de papel.

El calamar relleno de El Rectangle.

El calamar relleno de El Rectangle. / Victòria Rovira

En El Rectangle comí bien. Pasé de las croquetas, de las bravas, de la rusa y de la gilda («la nuestra la ponemos de pie»; vale, quiero 'desgildarizarme') en busca de platos con identidad. Tipos bien formados y con una mirada culinaria transfronteriza.

Como siempre, me puse en manos de los dueños, aunque la factura final subió más de lo esperado. Dos copas de vino y cuatro platillos, 75 euros. No me cobraron el postre.

El bocadillo de solomillo de El Rectangle.

El bocadillo de solomillo de El Rectangle. / Victòria Rovira

Una 'gírgola', un calamar mediano, un sándwich de solomillo y tres albóndigas, que elegí yo en busca de más cosas que conocer y contar. Una copa del pinot noir Pinot D’Angio y otra del merlot La Bentornada.

Sentado en la barra, fui conversando con los tres. Objeté sobre el catavinos, esa copichuela que dificulta el placer en su amplitud: lo mismo me pareció en Suru Bar y sus brochetas, sitio con el que encuentro similitudes, así como con Palo Verde y sus brochetas, donde se conocieron los tres colegas. Martí y Carlos siguieron juntos en Café de París y Rabbit’s.

Marcos no estuvo de acuerdo con la insuficiencia del catavinos. Comprendo ese servicio por economía: han abierto con sus recursos y detrás no hay socios capitalistas.

Superado el escollo, me agradó la elección vinícola: hay unas 50 referencias y con «trabajo fuera de carta», con novedades continuas. Marcos pasó por Mont Bar, dejó el 'drink bling' o el 'drinkibrilli' de las botellas deslumbrantes y estuvo tatuando tres años en un estudio.

Un día fue a saludar a los colegas y se quedó: «Nunca volvería a trabajar para según quién».

El interior del restaurante El Rectangle.

El interior del restaurante El Rectangle. / Victòria Rovira

A Carlos le hizo una Dori, en recuerdo del nombre de una tía por similitud fonética. Y una máscara de Yare, colorida y diabólica. A Martí, una máscara japonesa. Es una hermandad del hierro candente y la tinta.

Martí, que estudió en la Hofmann y encendió fuegos en tiendas de muebles y barcos, cuenta sobre el estilo: «Cocinamos lo que nos apetece comer a nosotros. Esta casa es pequeña: todos hacemos de todo».

Carlos nació en Caracas y curró en EEUU y México y le da al abanico para levantar las ascuas: «El 60% pasa por la 'hibachi'», alimentada con carbón de quebracho blanco. Y bien ensartado en broquetas de acero.

La 'gírgola' a la brasa con almendras y sobre un humus de puerros escalivados y una 'demi-glace' vegetal.

La entrada del restaurante El Rectangle.

La entrada del restaurante El Rectangle. / Victòria Rovira

El calamar a la brasa relleno con puntas del solomillo del que se hablará a continuación, 'cansalada', pasas y patitas del molusco y salseado con un 'suquet' de crustáceos: magnífico. Fue el plato de la visita.

El bocadillo de solomillo de ternera rebozado 'panko' –'katsu sando'–, yema, crema trufada (innecesaria): rico, marrano, no hay toallita con la que limpiarse. La servilleta de papel es insuficiente.

Las albóndigas de contramuslos marinadas y a la brasa y con cebolla y piel crocante del ave encima y reducción de los huesos del pollastre y salsa 'hoisin', demasiado intensa y enmascaradora.

Y de postre (únicamente hay dos: habría que dar relevancia al final), el arroz suflado –horno/frito– con miel y helado de vainilla de Cremeria Toscana.

Inauguraron el 28 de abril, el día del gran apagón. Después de la oscuridad, el camino directo a la luz.

El equipo

Martí Badia, Carlos Arocha, Marcos López y Matías Castro.

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