Un oficio milenario
Pastores, pese a todo: “Esta forma de vivir es muy dura y no sale a cuenta pero me flipa"
Escasa rentabilidad, horarios infinitos, la amenaza del lobo… cuatro historias de hombres y mujeres que aman a las ovejas
Ganaderas de raza: mujeres que se salieron del rebaño
Así se hace el mejor paquito de España de 2025

Vidal Lázaro y su hija Marina, con su rebaño de ovejas churras. / Álvaro Fernández Prieto

El día amanece nublado en Vega de Pas, corazón de los valles pasiegos cántabros. Una nube corona el pueblo, que se despereza con el trajín de los obradores de sobaos y de quesadas.Huele a una mezcla de mantequilla y a humedad. Jaime Abascal, de 27 años, hijo de pastores y ganaderos, coge su todoterreno para lanzarse monte arriba para encontrarse con sus ovejas. El desnivel hacia los prados pasiegos, escarpados sobre el pueblo, es considerable. Tras 10 minutos de curvas sobre el abismo con el pico Castro Valnera como cumbre de fondo, el blanco de las ovejas sustituye al de la niebla. El cielo se ha despejado. “No siempre subo en coche, a veces me echo a andar y en 15 minutos desde mi casa estoy aquí. Tengo 40 y pico pulsaciones en reposo”, dice orgulloso Abascal.
“Tengo unas 128 ovejas. Todos los días hay que subir a verlas, no puedes fallar ni un solo día. Hay que darles de comer, ocuparse de ellas. Somos solo mi padre, mi madre y yo, que también echo horas en un taller mecánico. Y no pocas”, explica Abascal marcando las palabras. Es una profesión en retroceso, cada vez la ejercen menos y los rebaños son cada día más delgados: “Hace dos años teníamos 260 ovejas y ahora estamos en la mitad y hay menos ganaderos y pastores que nunca”.

Jaime Abascal, pastor de 27 años de Vega de Pas (Cantabria). / Álvaro Fernández Prieto
Abascal mantiene a las ovejas en las partes altas “que es donde el pasto está más limpio y es más fresco” pese al acecho del lobo que suele guarecerse en las zonas más altas, explica. Desde el monte, que es comunal, pastorea el rebaño bajando hasta la finca privada donde examina a las ovejas que pueden estar preñadas y las deja en una cabaña, un refugio esencial en una zona “donde la nieve puede alcanzar el medio metro en invierno”.
El sacrificio diario de pastorear tiene poco retorno económico. Cualquier economista y gurú de las finanzas se echaría las manos a la cabeza: “Vendemos unos 100 corderos lechales al año por unos 80 euros cada uno. Aparte, cada año hay que criar unas 20 ovejas para seguir con el ciclo. Sin embargo, el rebaño no crece porque el lobo me las mata. Además, esto no son matemáticas exactas porque hay ovejas que abortan o que no quedan preñadas…”.
Abascal vende la mayoría de sus corderos al carnicero El ‘Rubiu’ de Cangas de Onís, porque “en Asturias se consume mucho más cordero en Cantabria, incluso ‘macacos’ (corderos que ya han empezado a pastar)”. Pese a tener quién le compre los corderos, este ganadero y pastor explica que “es una vida muy dura porque, pese a echarle tantas horas, los números no salen. Eso sí, a mi me flipa y por eso sigo aquí”.

Antonio Rodríguez, pastor y alcalde en la localidad jienense de Santiago-Pontones. / Álvaro Fernández Prieto
El difícil recambio generacional
“El sector del ovino y caprino en España se enfrenta a un grave desafío de relevo generacional, con una edad media entre los ganaderos superior a los 60 años. Menos del 10 % son jóvenes que se han incorporado al sector”, explican desde Interovic, organización interprofesional el ovino y caprino de carne. Los datos, obstinados, tienen excepciones. Antonio Rodríguez, de 45 años, es pastor y alcalde de Santiago-Pontones (en la Sierra de Segura, Jaén), un pluriempleo insólito.
“En 2019 yo era enfermero y trabajaba en la UCI. Mi padre, que era pastor, se iba a jubilar y me daba mucha pena que fuera a vender las ovejas, que eran las hijas genéticas de las que tenían mis tatarabuelos, así que decidí dar el paso y cambiar radicalmente de vida”, cuenta Rodríguez. “Mi caso no es único, en los últimos ocho años nos hemos incorporado al sector agrario una treintena de pastores. Somos una rara avis”.
Rodríguez posee 700 ovejas de la raza segureña que pastorea en pastos comunales. “La clave es que la mitad de las hectáreas de mi pueblo son pastos públicos, eso facilita mucho las cosas. Además, las ayudas de la PAC también son generosas”, explica pintando un panorama esperanzador.
Aunque las ovejas distan 15 kilómetros del domicilio familiar, Rodríguez cuenta cómo el retrato-robot del pastor ha cambiado mucho. “Sí, hay que ir a cuidarlas a diario pero suelo ir en coche. También voy a veces andando, por atajos. Además, las tengo geolocalizadas por GPS, de modo que se en todo momento dónde están”.
Para este pastor-alcalde el talón de Aquiles de su profesión es la comercialización de la carne. “No ha cambiado nada en 100 años, seguimos vendiendo mal, igual que en época de mi abuelo. Los corderos se los lleva un mayorista que, al cabo del tiempo y cuando ya los tiene colocados, te dice ‘toma, esto es lo que te corresponde’ y no puedes decir nada”, se lamenta.

Isidro Crespo, junto a las ovejas que cuida en Cabañas del Pax (Cantabria). / Álvaro Fernández Prieto
Protegiendo la diversidad
El pastoreo también puede ser un arma para la conservación de razas autóctonas. Dentro del proyecto de alojamiento rural de Cabañas de Pax (Diseminado Candolias, Cantabria) 44 ovejas de la raza carranzana de cara negra pastan a sus anchas por dos fincas colindantes a las tres cabañas. La elección de esta raza y no de otra no es casual: hay pocos ejemplares.
Se ocupa de ellas Isidro Crespo, que las mueve de un prado a otro consciente de que son un tesoro genético en movimiento. “Se crian entre seis y siete corderas todos los años y los corderos que se sacrifican son para el consumo propio del hotel”. Su mujer, Carolina Laso, es la que se encarga de la cocina y hacer unas sabrosas chuletillas de cordero a la brasa o un guiso en fuente de barro para alimentar a un regimiento.
Es posible que el reloj de actividad de Crespo no anote demasiados kilómetros, pero eso no quiere decir que este ‘pastor de cercanías’ pare ni un momento: “Me ocupo de todo, pongo a las ovejas a cobijo cuando llega el frío o echo una mano cuando tienen que parir”.

Las ovejas de la familia Lázaro en Oquillas (Burgos). / Álvaro Fernández Prieto
Tierra de lechazo
La familia que pastorea unida permanece unida. Lázaro Vidal lleva medio siglo rodeado de ovejas y ahora cuenta con la ayuda de sus hijos Sergio y Marina, que dejó su trabajo en el sector del audiovisual para incorporarse al proyecto. En Quesos Artesanos Vidal (Oquillas, Burgos) conectan el cuidado de las ovejas con un centro en el que hacen talleres artesanos de quesos, ofreciendo una ventana abierta a quien quiera asomarse a un mundo en desaparición.
“Antes teníamos unas 1.300 ovejas, pero ahora hemos bajado a 500. Lo bueno es que antes necesitábamos mano de obra externa y ahora nos apañamos entre nosotros”, cuenta Vidal, patriarca de la familia y que, a sus 72 años sigue estando al pie del cañón. “Las saco a diario a las nueve de la mañana pero ya solo por nuestros campos, donde se alimentan de cereales como avena o cebada y de plantas forrajeras. Antes iba con ellas al monte, pero con la mayor presencia de lobos ya no lo hacemos”.
Aunque el nombre comercial promulga que esto es una quesería, el peso comercial del proyecto lo lleva la comercialización de carne. “Tenemos ovejas churras que dan muy buen rendimiento. Por un lado, tienen una grasa infiltrada que hace que la carne sea muy sabrosa: son un poco como los cerdos ibéricos. Por otro, si están bien alimentadas, dan a luz a dos o tres corderos en cada parto”.
Esos corderos se comercializan a partir del mes de vida, convirtiéndose en los famosos lechazos de la Ribera del Duero. Sus principales destinatarios son los restaurantes, aunque la familia Lázaro también ha comenzado a comercializar los cuartos “preasados, para tenerlos listos al horno en casa en unos 40 minutos”. Ya se han convertido en parada obligada para muchos de los que van hacia Burgos desde Madrid o viceversa, dispuestos a llevarse el mejor souvenir posible de esta tierra.
No todo es ‘business’ puro y duro en esta pequeña granja a orillas de la A-1. Mitad compasión, mitad curiosidad científica, alargan la vida de alguna de sus ovejas mucho más allá de lo que dicta la naturaleza. “A partir de los ocho o nueve años de vida las ovejas comienzan a perder los dientes y su supervivencia se complica. Sin embargo, nosotros tenemos aquí algunas que llegan ya a los 14 años de edad. Les damos pienso y las cuidamos para que sean longevas”. Un corte de mangas a la productividad insólito en el sector.
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