Cata Menor

Cuando un pescadito vivo hace 'break dance' en la garganta

El crudo no es solo una opción, sino que es el modo más apropiado de comprender la naturaleza de un ingrediente, aunque lleno de peligros y bacterias y parásitos.

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La anguila y la angula: el pez maratoniano con dos vidas

Un vivero con angulas vivas.

Un vivero con angulas vivas. / Joan Puig

Pau Arenós

Pau Arenós

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La carne y el pescado crudos son habituales en la dieta contemporánea, si bien los que tenemos una cierta edad somos aprensivos, desconfiados y aprendices. El ‘steak tartar’ llegó a nuestras vidas cuando ya teníamos pelos en las piernas y tampoco fuimos educados en las sutilezas del ‘sushi’, a diferencia de los hijos, que siempre lo conocieron.

Nosotros, que aún tuvimos tiempo de llenar las fresqueras, recelamos del frío porque no siempre era posible, entonces, garantizar una duración estable. Antes, los pescados y las carnes se cocinaban tanto que pasaban a un nuevo estadio: el del papel de estraza. Supongo que era por el miedo a la insalubridad.

Nadie que yo conozca probaba, hace unas décadas, el cerdo sin cocinar por miedo a la triquinosis, fuera o no cierta, y hoy sale más sonrosado que las mejillas pintadas de Heidi. El jamón, protegido por la sal, no ofrecía peligro.

El crudo no es solo una opción, sino que es el modo más apropiado de comprender la naturaleza de un ingrediente, aunque lleno de peligros y bacterias y parásitos.

Probé mi primera gamba sin fuego de la mano de Martín Berasategui en la pescadería La Mar de Gràcia, que ya no existe. En ese negocio de hielos, Toni Hernández cocinaba en la trastienda, un comedor discreto que atraía a chefs como Fermí Puig y Jean Luc Figueras, fallecidos los dos, a los que proveía de materia prima. Aquel día, Toni preparó unos chipirones con arroz Brillante y mis prejuicios arroceros saltaron por los aires.

Vuelvo a Berasategui, que cogió una gamba superlativa del mostrador, la peló y me la dio. Siempre me ha impresionado esa carne dulzona y grasa al natural y de ninguna manera es mi modo elegido de ingerirla. La prefiero poco hecha. O capitaneando un 'nigiri'. 

En Brasil me arriesgué con el 'turu' sin cocinar y me arrepentí de haberme metido en la boca ese gusano de la madera que sin embargo es un bivalvo.

La ostra es un recurso tan habitual en los restaurantes como la croqueta, aunque la cubren con aliños que disimulan la bravura. Parece que ya nadie la quiere a pelo, no sea que anide en el estómago como un Alien. Pasa lo mismo con el tartar, que con tanto maquillaje es imposible saber a qué especie corresponde.

Dos veces he dado una oportunidad a la angula viva, que es como agarrar los filamentos de una bombilla.

La primera, en un tres estrellas, hace mucho, y no comprendí el plato. La segunda en un japonés de la elite y tampoco me gustó.

Sé ahora que en Japón existe el 'odorigui', que consiste en comer pececillos temblorosos como el 'shirouo', de la familia de los góbidos ('Leucopsarion petersii') y que es una transparencia que alcanza altos precios.

Me incomoda no saber cómo afrontar un alimento desconocido (y en este caso, con voluntad, ritmo y rebeldía) y esa desazón provoca que lo coma mal y rápido. Las angulas serpenteantes formaron parte enseguida de la galería de los desagrados.

En un vaso, la pequeña madeja y, al lado, un recipiente con la salsa. Era previsible lo que pasó: los micro látigos desaprobaron la acidez del jugo y comenzaron a expulsarlo con pequeños brochazos. Para acortar el estropicio, fui pinzando como pude los huidizos cuerpecillos con los palillos. Quería acabar cuanto antes. No disfruté del ‘break dance’ en la garganta.

Fue una experiencia, lo reconozco, y agradezco la oportunidad, con una doble deriva ética: ¿hay que consumir angulas, en peligro de extinción? y ¿qué aporta, además de un ejercicio sádico, que la víctima siga coleando en el momento de deglutirla? Es el salto de lo crudo a lo vivo, del trabajo del forense al del asesino. 

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