Psiconutrición

Tragarse las emociones: así funciona el hambre emocional

Surge de manera repentina, genera un deseo específico por ciertos alimentos y calma la ansiedad, la tristeza, el estrés o incluso el aburrimiento

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Una mujer mira unos dulces en una nevera.

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Rosa Molinero Trias

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Recién despertado, con un albornoz por encima, desatado, Tony Soprano abre la nevera con rabia y saca distintos paquetes de embutidos con su nombre escrito en ese italoamericano donde 'capocollo' o 'coppa' es 'capicol' y 'provolone' sigue siendo 'provolone'. Homer Simpson se sienta en el sofá, frente al televisor, con la mirada perdida, rodeado por los cuatro costados de 'snacks'. Se lleva la mano a la espalda para llenársela de palomitas; se agacha para coger un puñado de galletitas de queso; con la mano izquierda saquea la bolsa de las patatas sabor barbacoa y con la derecha rebaña un helado con otra 'chip'. Y vuelta a empezar. 

Estas son algunas de las representaciones del hambre emocional que nos ha dejado la televisión. La psicóloga Patricia Pasquín, especializada en psiconutrición, explica que “el hambre emocional es la tendencia a recurrir a la comida como una forma de gestionar emociones en lugar de hacerlo por una necesidad fisiológica de alimentación”.

"Una necesidad de regulación emocional"

Se diferencia del hambre real porque mientras que este aparece de forma gradual y puede saciarse con cualquier alimento, “el hambre emocional surge de manera repentina, suele estar ligada a una emoción concreta y genera un deseo específico por ciertos alimentos, generalmente ultraprocesados o altamente palatables. Es una necesidad de regulación emocional, una estrategia para calmar la ansiedad, la tristeza, el estrés o incluso el aburrimiento. En realidad, lo que tragamos son nuestras emociones”. 

Comer, tal y como recuerda Gisèle Harrus-Révidi en 'Psicoanálisis de la gula' (Trea, 2004), tiene una importancia como descarga pulsional. Las pulsiones, esos deseos que actúan más allá del puro instinto, en este caso, el instinto de nutrirse, están en la base de la alimentación humana. El sociólogo Frédéric Lange, en 'Manger, ou les jeux et les creux du plat' (Le Seuil, 1973) habla de los distintos significados de comer y uno de ellos lo define así: “El que come calma la rabia que tenía contra el mundo y contra sí mismo al digerir el mundo del que ha tomado una porción. Al hacer esto, ordena el mundo, lo hace inteligible, lo hace suyo y con él alcanza la madurez”.

"Pérdida de interés por sí mismo y por el mundo"

Esa aprehensión del mundo a través de la boca, llena y relaja de alguna manera los conflictos existenciales que se puedan tener. En relación a los usos problemáticos de la comida, Lange dice: “La ingestión da al que come la sensación de una inmersión disolvente mediante la cual deja de ser él mismo. En ese preciso momento, comer, toma, pues, el aspecto de una ceguera parcial o total, de una tentativa embrutecedora, de una pérdida de consciencia o de interés por sí mismo y por el mundo. El que come se cierra, se obtura. Para él la comida es una droga”.

Cucharadas y cucharadas directas de un tarro de crema de chocolate antes de dormir. Medio kilo de helado tras una pizza familiar. Ingerir para olvidar, para ahogar los sentimientos. Pero, ¿qué activa el hambre emocional? Pasquín afirma que todas ellas tienen relación con dificultades para una gestión emocional saludable. “Durante episodios de estrés y ansiedad, el cuerpo segrega cortisol, una hormona que puede aumentar el deseo por alimentos de alto contenido calórico”.

"Dinámica aprendida durante la infancia"

De la misma forma, el hambre emocional puede ser “una dinámica aprendida durante la infancia en entornos donde la comida se ha usado como recompensa, consuelo o distracción”. Estados emocionales complicados “como la tristeza, el sentimiento de soledad, la frustración o el vacío emocional pueden hacer que recurramos a la comida como una forma de anestesiar o mitigar el malestar”. Por su lado, aplicar restricciones alimentarias estrictas aumentan el riesgo de comer dirigidos por nuestras emociones “ya que la privación genera un deseo intenso por ciertos alimentos y una mayor impulsividad en su consumo”. 

Pasquín comenta que el hambre emocional no es algo necesariamente negativo: “Lo problemático es cuando se convierte en la única herramienta de regulación emocional. En ocasiones, el placer de la comida forma parte de nuestra vida emocional y social, y eso es completamente válido. En muchos casos, la alimentación emocional surge como una forma de cultivar alegría y bienestar”.

No obstante, no puede ser la única estrategia para lidiar con las emociones. La psicóloga sugiere afrontarla como una señal, en lugar de demonizarla: hay emociones en nuestro interior que pide atención, que no hay que reprimir sino gestionar. 

Practicar una alimentación consciente

Para ello, Pasquín opina que es clave reconocer los dos tipos de hambre y recomienda que nos preguntemos qué estamos sintiendo realmente antes de comer, y si estamos sintiendo hambre física real. Además, un trabajo de exploración interior nos puede ayudar a comprender qué pensamientos y creencias la desencadenan. Pensar en qué genera ese impulso y en otras acciones que satisfagan esa necesidad nos dirige a buscar “alternativas agradables y sostenibles para dejar de recurrir a la comida como única estrategia”.

Por último, aconseja practicar una alimentación consciente en la que prestamos atención a las cualidades organolépticas de los alimentos que ingerimos como forma de reconectar con la experiencia de comer