El recuerdo del primer desastre

La liberación de Barbosa

Gloria y tragedia 8 Ghiggia marca el gol del triunfo de Uruguay con Barbosa abatido en el césped del viejo Maracaná en 1950.

Gloria y tragedia 8 Ghiggia marca el gol del triunfo de Uruguay con Barbosa abatido en el césped del viejo Maracaná en 1950.

JOAN DOMÈNECH
RÍO DE JANEIRO (ENVIADO ESPECIAL)

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Moacir Barbosa Nascimento pagó durante años el oprobio de haber sido el portero de Brasil en el Maracanazo. Da cierta grima pensar en lo que les espera a los 11 titulares, a los 14 que jugaron, a los 23 componentes de la selección, después del Mineirazo, una catástrofe de mayores dimensiones que aquella. No solo por la diferencia del resultado (del 1-2 al 1-7), sino por el significado. En 1950 se perdió el título ante Uruguay; el martes se perdió mucho más que la semifinal.

Se perdió la honra. El prestigio. El honor. La vergüenza. La mácula que rodeaba a Brasil, el pentacampeón, el estandarte del jogo bonito, en el que se ciscó Luiz Felipe Scolari por el pragmatismo de aferrarse al resultado. Tres victorias en seis partidos. ¿Y si no hay resultado qué queda? Nada. El vacío. La miseria.

No fue un 0-3. O un 2-5. Fueron siete. Sin ninguna excusa ni atenuante. Siete. A Brasil. En su casa. «Tendremos que asimilar lo que hicimos», acertó a decir Thomas Müller, incapaz de precisar la dimensión de una gesta que pasará de generación en generación. Todos recordarán dónde lo vieron Y dónde no lo vieron. Qué hacían y por qué y con quién estaban. Un día señalado, una fecha (8 de julio del 2014) que ha quedado inscrita en los libros y en la memoria de millones y millones de personas.

«La pena máxima en Brasil por un delito son 30 años, pero yo he cumplido condena toda mi vida por lo que hice», relató con amargura Barbosa en 1993, poco después de que el cuerpo técnico de la seleçao no le dejara visitar al equipo. Barbosa murió en el 2000, 50 años después de la infausta tarde que contemplaron 200.000 brasileños en Maracaná. Ninguno de los futbolistas actuales merece un castigo igual. Ni un día. Bastante pena arrastrarán el resto de sus vidas, sin necesidad de que nadie les señale ni les desprecie.

Sin comparación posible

La leyenda dice que Brasil vestía de blanco cuando sufrió el Maracanazo y que a partir de entonces trocó el uniforme hacia el amarillo. Ha llegado la hora de otro cambio. De instaurar un concurso de diseñadores para elegir otros colores. La mancha de Belo Horizonte ha dejado inservible el equipaje verdeamarelho. Ennegrecido. Enmarronado. Sí, de color marrón. Adorado mientras permaneció incólume, con el brillo de los cinco títulos mundiales, parece claro que Fred no puede vestir nunca más igual que lució Rivelino. Ni Marcelo como Junior. Ni Maicon como Carlos Alberto. Ni Fernandinho como Sócrates. Ni David Luiz como Djalma Santos. Ni Paulinho como Zico. Ni  Bernard como Jairzinho. Ni Hulk como Ronaldo.

Lloros por el himno, lloros por la victoria, lloros por la derrota, por el acierto, por el fallo, por la alegría, por la pena... Una selección de plañideras, histéricas, sobreexcitadas, ha sido Brasil, imbuida la plantilla por un sentimiento de trascendencia histórica que se ha revelado el peor de los enemigos. Ante Croacia, el primer día, y ante Alemania, el penúltimo, porque aún queda el tercer y cuarto puesto por disputar. Scolari no solo no supo dotar de juego a su equipo, sino que no supo preservarlo de la presión de tener a todo un país encima, 200 millones de personas, la mitad de ellas más preocupadas por la salud y la educación de sus hijos que por el gasto del Gobierno en el opio del fútbol.

Brasil honró el fútbol. Ahora está en deuda con él porque lo humilló con una actuación indigna de su prestigio. Podría suceder que Alemania no ganara finalmente el Mundial. Pero ha conquistado la historia. Y ese valor es imperecedero. Lo supo Moacir Barbosa.