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Tu vida en mil colores

Un avión pasa frente a un arco iris en Roma.

Un avión pasa frente a un arco iris en Roma. / AFP / GABRIEL BOUYS

Elio Andrés Domínguez Ruiz

Últimamente me pasan cosas extrañas. Me levanto temprano para pintar como de costumbre. Pero esta semana, después de preparar mi lienzo, mezclo los colores en la paleta y siempre me sale blanco. He intentado probar con todos los colores pero siempre me sale blanco. Aun así, me decidí a pintar el lienzo y, cuando lo hice, creí haber construido algo. Una obra maestra. Pero solo yo la podía ver, pues el trazo blanco sobre el lienzo blanco hacía invisible mi creación a la realidad del mundo.

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Para mí era la mejor obra. No entendía por qué los demás no la veían. Así que seguí pintando. Pinté y pinté hasta llenar la habitación de las mejores obras que nunca jamás pude hacer. Los cuadros blancos necesitaban una pared blanca, así que también pinté esta de blanco. Entre tanto blanco ya únicamente me veía yo en la habitación.

Un día necesité un tono verde para mi obra. Pero no lo tenía. Volví a pintar los trazos en blanco, pero esta vez no era igual. Necesitaba el verde. Corrí a comprarlo y lo probé. No funcionó. Probé a mezclar azul con amarillo para formar el verde. Tampoco funcionó. Mi vida se había vuelto blanca. Yo me había vuelto blanco. Aquel blanco era tan intenso que disolvía todo lo que mezclaba y los volvía también blanco.

Pasaron las semanas y quise comprender qué tan malo era ver blanco. Me senté en frente de una taza de leche y le pregunté a mis recuerdos que me relevaran la solución. Confiado en que el problema no era mío sino de lo que me rodeada hice caso a lo que aquellos me susurraron. Salí presto a la calle y me hice con unas gafas. Estas no eran unas gafas cualquieras. Las elegí con los cristales blancos como mis recuerdos me murmuraron. Recuerdo que tenía sensaciones encontradas entre lo absurdo y lo inquietante de la situación. Las saqué de su funda. Lentamente las alcé hasta alinearlas con mis ojos y me las coloqué. Parpadeé dos veces y decidí mirar a través de aquellos cristales blancos. La verdad que ante mí se reveló era siniestra. No veía absolutamente nada. Mi realidad construida sobre el blanco se volvía vacía cuando miraba con aquellos cristales. Era como si el mundo se hubiera desinflado en un instante y yo me encontrara flotando en la más profunda nada. En aquel momento sentí como si una ventisca helada chocara contra mí como un tren de alta velocidad que se salta un paso a nivel. Entendí que aquello definitivamente no era lo que quería. ¿Pero qué podía hacer? Yo solo tenía colores blancos.

Pensé durante días sobre ello hasta que di con la solución: el blanco es la mezcla de todos los otros colores. Por eso cuando vemos un arcoíris, vemos esos colores. La luz blanca al pasar por las gotas de agua se separa formando arcos rojo, naranja, amarillo, verde y azul. Decidido a poner fin al problema separé el blanco de mi vida, cuestionando su necesidad allí donde lo puse. Di entrada a otros colores, incluso con los que menos me gustaba pintar. Mi vida se volvió de nuevo de cualquier color. A veces de mi color preferido y otras no tanto. Miré mi paleta y ahora lucía esplendorosa. Podía pintar con todos los colores. Cualquier obra. Tenía el verde.

Es posible que cuando no aceptamos a quienes piensan diferente, no respetamos otras ideas contrarias a las nuestras o pensamos que lo nuestro es lo mejor sin oír a los demás, estemos construyendo nuestra vida de blanco. Puede ser que si en nuestra paleta solo colocamos el blanco, nunca más habrá sitio para otro color. Siempre creí que si hay paz en tu interior, habrá luz en el camino. Por eso yo pido colorear la vida de un millón de colores. Para que cada uno elija el que quiera. Para que todos tengamos el que necesitemos para crear nuestra propia obra. Para que seamos felices. Para que coloreemos nuestra vida.

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