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Trump, posible vacuna para Europa

Donald Trump, durante una reunión sobre sanidad, la semana pasada en la Casa Blanca.

Donald Trump, durante una reunión sobre sanidad, la semana pasada en la Casa Blanca. / AP / PABLO MARTINEZ MONSIVAIS

Jesús Pichel

La vieja Europa tiene achaques. Ha tenido que soportar y sobreponerse a tantas enfermedades políticas que lo asombroso es que aún siga viva.

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La última gran peste que padeció, las mortíferas bacterias del fascismo y del nazismo (que provocaron millones de muertos y de daños morales), parecía extinguida, porque durante décadas se producían brotes esporádicos, aquí o allá, que aun siendo patógenos no suponían un peligro para la salud democrática del continente.

Este nuevo siglo, sin embargo, presenta un panorama distinto, porque nuevos brotes de esa misma peste van apareciendo por el cuerpo de Europa en más lugares y de forma más explícita. Y parece que han pillado a Europa tan baja de defensas, y con su sistema inmunológico tan deteriorado, que los síntomas de crisis política y de identidad ya están a flor de piel.

Sobre todo, desde que la crisis financiera la convirtieran los gobiernos en crisis económica y social precarizando el empleo, devaluando los salarios y aplicando políticas de austeridad en los servicios y las prestaciones sociales, a la vez que derrochaban en la salvación de bancos y banqueros (al menos en España, algunos de ellos ligados al saqueo de dinero público y a la corrupción). Súmese a esto la crisis humanitaria producida por el éxodo masivo hacia Europa de quienes huyen de guerras, del hambre, de la represión o simplemente de los que buscan la oportunidad de una vida mejor, y se entenderá bien por qué en ese caldo de cultivo la bacteria inoculada por nostálgicos, por negacionistas, por desmemoriados (o simplemente por malvados) se hace fuerte, ofreciendo un cobijo xenófobo e insolidario a los que se sienten a la intemperie.

La victoria del zafio y supremacista Trump, que no disimula sus malos modales democráticos ni ese ramalazo despótico de quien está acostumbrado a mandar y a ser obedecido sin rechistar, puede servirnos de vacuna en esta asténica Europa: el fracaso de Wilders en Holanda debería marcarnos el camino para frenar la infección.

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