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"Nadie, y menos un menor, se merece sufrir ni un segundo por ser diferente"

Un adolescente se oculta la cara sentado en el pasillo de su instituto.

Un adolescente se oculta la cara sentado en el pasillo de su instituto. / LAIA ABRIL

Hace poco leía que muchos niños extrañaban el colegio durante el confinamiento porque añoraban a sus compañeros y amigos, tambien que muchos otros, esperemos que sean los menos, no lo extrañaban nada. De hecho, desearían no volver porque para ellos es un lugar hostil en el que sufren más que disfrutan. 

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También tuve la oportunidad de escuchar a una madre muy cercana explicar llorando como su hija le rompió el corazón el día que le explicó que no tenía ningún amigo en el colegio porque nadie quería serlo. Se armó de coraje y se pasó todo un patio viendo a su hija sola deambular sin rumbo de un lado para otro, sin jugar con nadie, sin hablar con nadie.

Su primera reacción fue entrar y llevársela de allí y no regresar nunca, pero no lo hizo. Se armó de valor otra vez y se fue a su casa a llorar hasta el momento de recogerla. La respuesta de los responsables del patio fue que había sido un hecho puntual, pero ella en su interior sabe que no es así.

Deberíamos reflexionar, y mucho, sobre esto. Nadie, y menos un menor, se merece sufrir ni un segundo por ser diferente. Al contrario, en la diferencia esta la riqueza. Como adultos, y sobre todo como sociedad, estamos obligados a hacer entender esto a nuestros hijos para que crezcan con esto marcado a fuego, a despertar esta sensibilidad y empatía al mirar al diferente, a tratarlo como un igual que es, como el ser único que todos llevamos dentro

¿Por qué no ocurre esto? Quizá la respuesta más sencilla es descubrir que, a veces, para sentirnos nosotros bien nos desahogamos con los que intuimos más débiles o más frágiles, y en realidad los débiles y frágiles somos nosotros. Volviendo a la mamá del principio, yo conozco a su hija y es un ser hermoso, excepcional. Un ser único que con un solo gesto hace luz. 

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