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El Mundial de la Mercè

Un nuevo estudio analizar el porqué el futbol se convierte en algo tan importante para los niños

Un nuevo estudio analizar el porqué el futbol se convierte en algo tan importante para los niños

Este agosto, el alborotado Mundial de fútbol celebró la final entre cristales rotos, una versión patética de la vieja República. Inmediatamente una asociación de desahuciados consiguió animar a gente decepcionada que se incorporaba a sus lugares de desempleo y de subempleo. El responsable de tal desatino, coordinador de asambleas viejas y de oficio jubilado, comentó que el tiempo era el único recurso. Y así fue como se organizó un mundialito jamás celebrado días después del 11 de septiembre y concluido un día antes de la Mercè. Rodado en lodazares de terrenos limpios a azada en la futura estación de la Sagrera. Tal episodio lo fue sin pregón, ni periodistas, ni sponsors, ni discurso de reyes ni políticos. Eso sí, al saque de honor se otorgó a las madres de Galatasaray, que llevan 20 años preguntando por sus familiares; se sumó una delegación de la Banlieu, curiosos por ver a cierto ex primer ministro. 

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Como nadie recordaba las medidas de los arcos, se dispuso que estos fueran de 10 metros de ancho y dos de altura, sin redes para contener el balón y, al no ponerse de acuerdo en las reglas, la única norma sería no tocar la pelota con las manos. Así fue como el árbitro principal, sin silbato, vecino de la Verneda, escribió unas memorias fantásticas con tan insanas ideas que sería expulsado a mitad del torneo por agrupaciones políticas y demás ventanillas de gestión de la pobreza, a falta de mejores testigos. Los recogedores de bolas fueron los jueces de línea, niños fichados por prestar seguridad en construcciones de la Catalana y Sant Andreu. El sorteo de los partidos se hizo con el sistema de la paja más corta en un bar cercano al Besòs, donde sería abofeteado un camarero ruso que le pareció catalán a un policía de paisano que gritaba “somos la puta ley”. Ojalá se hubiera dado tan emotivo mundial que puso al borde de la locura a generales con estampas del dictador y otras zagas dinásticas encabezadas por Santa Teresa y Agustina de Aragón, poco conocidas y coreadas por la tuna compostelana.

El mundialito fue interrumpido por miembros de la Comisión para la Verdad, que aún no existe; rendían tributo a muertos de hambre y fusilados. Solo una vez los mossos actuaron cuando un arquero magrebí a pedrada limpia se desgañitaba por encontrar el paraíso en un norte lejos de la humillación, analizado por un grupo de jóvenes científicos de bellas artes.

La gran final sufrió cosas extrañas. Se jugó sin descanso durante días, sin luz ni pelota, donde algunos jugadores desaparecieron por siempre. Hacia la madrugada, espectadores escondidos entre matorrales del Bogatell, armados con jarras de cerveza agria, dieron fe de que aquella noche, en una juerga financiada por especuladores del negocio del marfil, se compraron árbitros que concedieron dos penaltis a favor de los que siempre manejan los asuntos internos, de los que nunca nos enteramos. Los pescadores de la Barceloneta, hartos de trifulcas turísticas vinieron a apoyar a okupas nacidos del 15-M, detenidos por un conseller que, ironías de la vida, ahora se aloja en una prisión. La noticia corrió entre los andamios, se sabría que puñados de pimienta colorada se echaron a los ojos de los adversarios, cosa que se atribuyó, traidoramente, al gentío de las vallas de Ceuta. Cuando la lluvia arreciaba, se expulsaron, sin más trámite, a enfermos sin diagnóstico, y sucedió que un hombre que recitaba el Eclesiastés tras haber conseguido un empleo fijo, anotó el gol de la victoria. En ese instante comenzó a caer granizo, uno de los arcos apareció en el Tibidabo y la esférica, en el Poble-sec, fue alojada por un bailarín descalzo en la puerta del Molino.

Todo, pronto, será olvidado. Perdieron 1-0, como siempre, los de siempre.

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