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"Lo que supone el derecho a la eutanasia para quienes deben autorizarla y ejecutarla"

Nueva Zelanda aprueba ley para la muerte asistida.

Nueva Zelanda aprueba ley para la muerte asistida.

Joaquim Montoliu Martínez

Cuando se trata de legislar, utilizar como argumento los sentimientos íntimos de una persona supone adentrarse en un terreno pantanoso o, como mínimo, resbaladizo. Porque cada ser humano no es un departamento estanco o aislado: lo que él quiera hacer con su vida repercute en su entorno personal y social.

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El debate sobre la eutanasia se suele plantear desde el punto de vista del solicitante que desea que se ponga fin a su vida; no soporta seguir viviendo por su estado de salud o por otra razón.

Desde la perspectiva del sufrimiento que manifiesta y la firmeza de su decisión, puede parecer comprensible atender a su deseo o incluso considerarse como un gesto humanitario, pero la repercusión de esta decisión no solo le afecta a él.

Cuando se impulsa una ley que prescribe las condiciones en las que se puede hacer efectiva la eutanasia, el foco no recae exclusivamente en el solicitante, sino también en aquellos que tienen que autorizarla y ejecutarla.

Todo derecho comporta una obligación para quien debe atenderlo, una o más personas. Se distorsiona el contenido del texto legal si ante la opinión pública se pone el énfasis en el derecho que se otorga -ser eutanasiado- y no se pone el mismo acento en la exigencia que ello supone para los profesionales que han de eutanasiar, colaborando o ejecutando.

Si además se prevé que estos últimos han de ser aquellos cuyo cometido primordial es cuidar a los enfermos y velar por su salud hasta donde sea naturalmente posible, se está pervirtiendo el fin específico de su profesión.

Una vez aprobada la ley, dictaminar la muerte del solicitante -real o presunto- pasa a ser un trámite burocrático, donde solo se comprueba que se cumplen los requisitos y protocolos previstos; los sentimientos ya no cuentan.

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