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La universidad, el gran fracaso español

Aspecto de un aula de la facultad de Economía y Empresa de la Universitat de Barcelona (UB), en una imagen de archivo.

Aspecto de un aula de la facultad de Economía y Empresa de la Universitat de Barcelona (UB), en una imagen de archivo. / RICARD CUGAT

Todavía con el granizado en la mano y sacudiendo nuestras toallas, impregnadas de la arena playera, surgió tímidamente como una chispa los resultados del Ranking Académico de las Universidades del Mundo (ARWU) 2016, conocido popularmente como ‘Ranking de Shanghai’. Adormecidos por los placeres que idiotizan, ya sea por saber dónde pasó Ronaldo sus vacaciones o el estreno del nuevo programa de las Campos en Telecinco, lo cierto es que el tratamiento informativo a un asunto de tan trascendental importancia no es que ya haya dejado mucho que desear, sino que directamente ha sido inexistente. Bueno sí, algún medio ha publicado a pie de página un párrafo sobre el tema, pero como siempre, borrón y cuenta nueva.

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Como un mantra, para ocultar nuestras vergüenzas y enorgullecernos de la desgracia ajena, se nos repite a los jóvenes aquello de “somos la generación mejor preparada de la historia”. Saliendo de nuestra burbuja particular, observamos que la realidad nos da argumentos de peso para dejar nuestros utensilios veraniegos para otro año y arremangarse las mangas: ninguna universidad española está entre las 150 mejores del mundo. Un panorama desolador, con solo 12 españolas entre las 500 mejores universidades del mundo, nos muestra que a pesar de los brindis del sol y los cantos de victoria, tenemos una educación superior propia del África Subsahariana.

El Estado hipergarantista ha fracasado. Desde los albores de nuestra infancia hasta la mayoría de edad se nos educa en un pseudo-igualitarismo hasta que se llega a la selectividad y se nos plantea un modelo competitivo para lograr una plaza en esa carrera y en esa universidad que tanto ansiamos. Descubrimos que desde pequeños hemos crecido entre algodones y que lo que nos han enseñado diverge tanto de la realidad, que deja descolocado hasta al más audaz. Y ya de lleno en la vida universitaria, carecemos de aquel espíritu de esfuerzo que se requiere para superar las adversidades. El problema de los movimientos estudiantiles no es que critiquen dicho modelo, sino que su pretensión es ahondar y perpetuarse en él.

Mucho daño a nuestra universidad ha hecho la retórica buenista. Se nos ha vendido la universidad como un “café para todos” y un sitio donde tiene que ir todo hijo de vecino que se precie. Se ha decidido que la universidad no tiene que ser para una élite intelectual sino una prolongación de la educación obligatoria, siendo buena fe y tener las tardes libres requisitos suficientes para poder acceder.Podremos suprimir la meritocracia y el espíritu de autosuperación pero al precio de convertir nuestros claustros en patios de instituto. Cuando rompamos el tabú de lo políticamente correcto, abandonemos los discursos autocomplacientes y tengamos universidades cuyo único compromiso sea con el conocimiento y la verdad, seremos capaces de rehuir de la mediocridad en la que estamos asentados. 

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