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Estremece ver las calles desiertas de Barcelona

Calle vacía frente a al Estación de França, en Barcelona.

Calle vacía frente a al Estación de França, en Barcelona. / PACO FREIRE / ZUMA WIRE

El coronavirus está siendo una enfermedad de dualidades. Grandes como nos creíamos, nos hallamos ahora profundamente acechados por un virus minúsculo, que a su tiempo nos hace exhibir un miedo inmenso que poco se asemeja a las nimiedades que nos afligían hace días. Las ciudades, colosales, dejan de serlo sin sus habitantes, que se confinan en casa con incertidumbre, mientras ojeando por la ventana, redescubren su ciudad, hasta ahora olvidada: solo era acera para trámites impostergables.

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Estremece ver las calles desiertas de Barcelona, mi ciudad en los fines de semana. Es hoy la ciudad de todos, y la de nadie, pues exhibe su belleza más rotunda ahora que renuncia a aquello que le caracteriza: la muchedumbre. Confinados en casa, advertimos que la soledad nos asusta más de lo esperado y que convivir con la familia de cálido se torna un experimento sofocante.

Algunos niños se visten con uniforme, no irán a la escuela, pero sus padres insisten: "Esto no son unas vacaciones", mientras otros se rinden al placer de lo hedónico de la edad: caen en los brazos de su madre, a quien echaban estrepitosamente de menos. Otros, más mayores, prueban por vez primera el amargo sabor de la distancia; extrañan a sus amigos, quienes emergen como siluetas en sus pantallas, pero ya no son tan reales como antes.

Y los ansiosos y los depresivos, se confinan en si mismos, luchando una batalla impía que anticipa un posible cataclismo, mientras el sol, apaciguado, sale de nuevo en la montaña; y la naturaleza, ajena a nuestro terror, nos susurra: regresa la primavera.

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