Contenido de usuario Este contenido ha sido redactado por un usuario de El Periódico y revisado, antes de publicarse, por la redacción de El Periódico.

¿Dónde está la milagrosa proteína de la vida?

Hace un par de días, estaba en el hospital de Bellvitge de visita a un pariente. Mientras sacaba un café de la máquina de ‘vending’, en la zona de espera de la planta séptima, frente a los ascensores, un señor emprendía una conversación circunstancial conmigo.

Entretodos

Publica una carta del lector

Escribe un 'post' para publicar en la edición impresa y en la web

Al cabo de media hora, acabé sacando varias conclusiones de lo que, sin darme cuenta, había acabado siendo una improvisada entrevista. Primero, vi al hombre tan agradecido por ese lapso de atención, que rocé a imaginar lo que significa pasar casi media vida activa en un hospital y la necesidad de comunicación que eso genera.

Subía y bajaba las escaleras del centro hospitalario varias veces al día, se expresaba con entusiasmo, claridad y gentileza, y poseía una vitalidad que hay días de mi juventud que envidiaría. Era positivo.

Su mujer llevaba 20 años luchando por conservar su riñón, sus pulmones y algunas de sus vértebras. La cura de un órgano, llevaba a la deficiencia de otro. A veces, decía, parecía que iba a dejar de respirar y de repente despertaba para pedir la hora. El tiempo en un hospital tiene ritmo propio; viaja en una realidad paralela a la del mundo exterior.

El estoico marido dominaba ya tantos conceptos de anatomía y farmacología, que en pocos minutos me detalló el largo historial de su mujer y, gracias al correcto uso de la metáfora, logré visualizar uno de sus pulmones, en forma de cartón mojado.

También hubo lugar para hablarme de su difunto padre, inmune a la viruela y a otras tantas enfermedades. Jamás en la vida había enfermado. En el primer chequeo que le hacían, a los ochenta y pico de años, detectaron que poseía una proteína única en su organismo, la cual podía curar a otros pacientes. Le recetaron unos anticoagulantes y, al poco tiempo, murió.

El hijo accedió de buen grado a donar el cuerpo de su progenitor a la ciencia, ya que fue informado de que con su estudio iba a contribuir en gran medida al progreso de esta. Él se aferraba a la esperanza de una cura para su mujer. Yo me pregunté cuántos portadores de tan milagrosa proteína habría en cada una de las plantas de este hospital o de cualquier otro, si estaría en todos nosotros, o si tal persona estaría haciéndose su primer chequeo en ese momento.

Participaciones de loslectores

Másdebates