Cuando el mundo se paró

Estos días nos parece que el tiempo se ha parado. Corríamos en medio de una corriente rápida. Había algo en común entre las personas: la prisa. Una vida compuesta por una concentración de actividades pegadas unas a otras, que nos hacía no llegar y era responsable en muchas ocasiones de nuestra impuntualidad. Por muy deprisa que íbamos, nunca lográbamos llegar a tiempo. La raíz de esa conducta se encuentra en la hiperactividad, expresada en una frase: "no quiero malgastar la vida".

Pero, ¿y ahora? El mundo se ha parado, pero el tiempo no. Quizás los meses, los días de la semana, las estaciones se hayan perdido estos días como si la tierra se los hubiera tragado, pero los niños han seguido creciendo y los mayores, envejeciendo. El tiempo no se ha parado, solo nuestro concepto de tiempo ha cambiado. Íbamos acelerados, no solo en el ámbito laboral, sino también en nuestros momentos para disfrutar de las cosas.

Escapábamos del miedo que teníamos de ver que podía ser real el final de nuestras vidas y que no la habíamos vivido intensamente. Acostumbrados a enseñar nuestra cara más sonriente,  escondíamos lo que sentíamos a solas, pensábamos que nadie podrían entendernos... Hoy, salimos a los balcones, sin apenas arreglarnos, y compartimos aplausos, sonrisas y confidencias con vecinos a los que durante años apenas conocíamos y ni sabíamos sus nombres. 

Estos días, todo ha cambiado. Vemos que tantas cosas parecían importantes y hoy pierden su valor ante el servicio, ante la ternura, ante el amor. Estos días hemos profundizado en el corazón, en saber que somos felices cuando somos lo que estamos llamados a ser. Y eso no se consigue con ruido, sino en el silencio del corazón, donde creamos nuestras elecciones más profundas. Marcamos un sistema de navegación para no olvidar quiénes somos y conseguirlo desde la libertad que reside en cada uno, enfocada a descubrir que crecemos cuando nos damos a los demás en el amor y en el servicio.