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Cartografía de la rabia

Cola para recoger artículos de primera necesidad que distribuye el Banc dels Aliments, en el SAIER de Barcelona, el 9 de mayo.

Cola para recoger artículos de primera necesidad que distribuye el Banc dels Aliments, en el SAIER de Barcelona, el 9 de mayo. / FERRAN NADEU

La dictadura argentina prohibió leer 'El Principito' de Saint-Exupéry porque fomentaba demasiado la imaginación y la amistad. Las palabras se asoman, se levantan del suelo y se van hacia un punto de riesgo que es núcleo de dolor. Malditas verdades esas historias apaleadas por nuevas esclavitudes, la impotencia de las políticas de vivienda, la falta de celo de corruptos, la penalización de la protesta, la emigración masiva de talentos, el machismo sin leyes justas, la hostilidad del catolicismo medieval, ese de "toda la culpa es nuestra", la negación banal del calentamiento.

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No hay fronteras para la epidemia, circula libremente como lo hace la violencia racial, la de género, la cultural, y tantos pliegues de la económica. ¿Hay manera de conseguir un desahogo para la memoria? Extraños silencios sin escuchas y pocas respuestas para sepultar, con muchas capas, la historia de tiranías y su estela de muertes y exilios.

Algo dirán "las expulsadas, la explotadas y deprimidas, las derrotadas desatendidas, las derramadas e impedidas, las pateadas y descosidas", grande, Pedro Guerra.

Las relaciones que hemos mantenido con los dibujos, como esa isla Utopía, obra de Holbein, se han cultivado con intenciones diferentes, siendo abundantes las pistas sobre geografías morales. En 'La mano izquierda de la oscuridad', Ursula K. LeGuin fabula con una confederación de mundos que tratan de hacer la vida más habitable.

Visitar lugares donde sobreviven biografías es una guía de universos castigados. Una cartografía de corazones detenidos tras un enjambre de versos donde la poesía los cuida. Topografía de tristezas que llevamos a cuestas como cicatrices, fragilidad que altera heridas cosidas en carne viva, anatomías desolladas, atlas trazados por emociones, tocatas y fugas. 

Decía Deleuze que a la industria de la estupidez se la discute con el pensamiento. Ojalá fuera posible que los adeptos al botellón hagan tanto ruido que no dejen dormir a los responsables de todo esto, aunque me temo que no.

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