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Carta de una voluntaria en Cherso: "No quieren caridad sino recuperar su dignidad"

Un niño camina entre el barro en un campo de refugiados próximo a la frontera con Macedonia, cerca de Idomeni (Grecia).

Un niño camina entre el barro en un campo de refugiados próximo a la frontera con Macedonia, cerca de Idomeni (Grecia). / AFP / SAKIS MITROLIDIS

He pasado un mes en Grecia, en un campo de refugiados y con estas líneas me gustaría acercaros a la realidad. Varios países de Oriente Medio llevan años inmersos en dramáticas guerras que han obligado a gran parte de la población a desplazarse a otros lugares. Familias enteras, niños solos, mujeres embarazadas y ancianos, un día decidieron embarcarse en manos de las mafias para tratar de cruzar un mar destino a la libertad. Buscaban en Europa la posibilidad de empezar de nuevo. Muchos murieron en el intento pero otros muchos empezaron a morir el día en que se vieron atrapados en los campos tras el cierre de las fronteras. 

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He estado en el campo de Cherso, colaborando con el proyecto OCC. El objetivo era crear un espacio donde niños y mayores aprendieran y se olvidaran de la realidad. Y que los niños tuvieran una educación para conseguir un trabajo digno en el futuro. En el campo de Cherso ‘viven’ cerca de 2.000 personas en condiciones lamentables. Desde primera hora de la mañana el calor sofocante despierta a los niños más madrugadores que piden entre lágrimas la atención de sus padres. Suena el ‘despertador’ del campo y, poco a poco, la gente se pone en pie. Las 15 duchas que hay en total obligan a muchos a hacer largas colas y a otros tantos a dejar la ducha para otro momento. Los que consiguen su objetivo se quejan de que por la mañana solo corre agua ardiendo y por la noche, agua congelada, lo que frena los deseos de quienes quieren a primera hora refrescarse y a última reconfortarse. La comida es poco nutritiva y repetitiva.

Así empieza el día en el campo de Cherso, días llenos de horas pero vacíos de acciones. La mayoría echa de menos su trabajo, sus estudios, su rutina. Pero lo más destacable no es el dolor físico sino el psicológico porque perder todo implica perder también tus sueños, tus proyectos, tus ilusiones… Están hartos de escuchar que la culpa es de Europa. Se asombran de que nosotros, un pueblo libre, no podamos instar a los gobernantes a que hagan algo. Me decían: “cuéntales a tus amigos lo que está pasando, y ellos a los suyos, para que todos juntos podáis cambiar las cosas, así no podemos seguir viviendo”. Sin embargo, tenía que explicarles que nosotros, la democracia avanzada, no podíamos hacer nada. 

Europa ha fallado de nuevo. La incapacidad de dar una solución real a este auténtico drama humanitario es el reflejo del individualismo y la insolidaridad en la que estamos absortos. Vivimos en un sistema viciado donde quienes tienen capacidad de hacer cosas miran para otro lado.

Los refugiados no piden más caridad sino dignidad. Les lanzamos alimento y ropa como si fueran animales a los que alimentar cuando lo que ellos necesitan es sentirse persona. No son simples números, ni estadísticas sino excepcionales seres humanos. Son gente valiosa y con aptitudes, capaces de hacer grandes cosas si se les da la oportunidad.

Me gustaría pedir que reflexionéis sobre este problema, que abráis vuestra mente y entendáis que estas personas no han huido porque sí, sino porque no tenían más remedio. Que son personas como tú y como yo que un día tenían todo pero al día siguiente, desagraciadamente, ya no. Niños que se tuvieron que acostumbrar a las bombas y los muertos, a refugiarse debajo de la cama para no caer como muchos familiares y amigos suyos bajo la muerte más cruel. Abuelos que han perdido a todos los miembros de su familia, jóvenes que han perdido a sus amigos por instantes de mala fortuna, adolescentes que un día dejaron de ser niños para convertirse en adultos porque tenían que cuidar de sus hermanos huérfanos. Que la suerte de vivir en un país en paz no nos haga acomodarnos. 

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