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Artur Martorell, luchador por la enseñanza
Alumnos en un aula del instituto-escuela Daniel Mangrané, en el barrio de Jesús de Tortosa. / JOAN REVILLAS
Jordi Martín Mateo
El precio de la educación solo se paga una vez. El de la ignorancia se paga toda una vida. Muy claro lo tuvo el joven aprendiz catalán de estampación que había nacido en una familia obrera llamado Artur Martorell i Bisbal. La época de su infancia --los revueltos principios del siglo XX, con la Setmana Tràgica de trasfondo-- no ofrecía muchas posibilidades de éxito pedagógico, pues la educación estaba restringida mayoritariamente a las clases acomodadas. Esa fue la principal razón por la cual una vez adquirida la formación en el campo de la enseñanza forjó el siguiente proyecto: cualquier alumno, durante sus primeros años de escolarización sería su propio maestro, experimentando por sí mismo, descubriendo su ambiente y, al mismo tiempo, engrandeciéndose con el placer de conocer y comprobar cualquier cosa que antes ignoraba. Aplicó el entonces novedoso método Montessori (basado en el principio de que la primera labor de la educación es agitar la vida pero dejarla libre para que se desarrolle) de la gran intelectual italiana, y durante varios años desarrolló su técnica en varias escuelas municipales. Gracias a la expansión de sus ideas, buena parte de la población catalana de los años 1929-1936 disponía de un nivel educativo muy superior al de otras partes de España.
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Como varios contemporáneos suyos, contribuyó a que la cultura catalana ascendiera a la categoría de Europa.
Y eso mismo es lo que, por desgracia, le condujo a prisión en 1939. Allí impartió clases de cultura general a otros presos, hasta ser liberado pocos meses después. Siguió vinculado al Ayuntamiento de Barcelona, aunque a partir de 1945 el régimen franquista, contrario a proseguir con innovaciones pedagógicas y partidario de la estratificación de los centros educativos, lo fue apartando hasta marginarlo. Martorell nos dejó hace 50 años, el 7 de abril de 1967. Anteriormente, como miembro del jurado literario Folch i Torres, hizo otro valioso regalo a la juventud por la que siempre había luchado: descubrió, otorgándole el primer premio, a Sebastià Sorribas, el autor de 'El zoo de en Pitus', esa hermosa novela que tanto ha conmovido a tantas generaciones de lectores. Yo, que me confieso autodidacta, perfeccioné mi precario catalán con 'Guiatge', un manual de lengua escrito por este infatigable propagador de la sabiduría que tantas cosas importantes nos ha enseñado, cargadas de honestidad. Recordarlo es honrar su humana memoria.
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